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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tres preguntas a Del Paso

Repasar a Del Paso para entrevistarlo era releerlo a fondo o hacer el ridículo. Y, claro, releerlo era una forma de volver a descubrir la potencia de sus novelas

Antonio Ortuño
Del Paso tras ganar el Premio Cervantes en 2016.
Del Paso tras ganar el Premio Cervantes en 2016.F. Seco (AP)

Uno se mete en honduras al recurrir a textos del estilo “las veces que almorcé con el difunto ilustre”. Pero no tengo más remedio que hacerlo porque ha muerto Fernando del Paso, quizá el último gran escritor del siglo XX latinoamericano, y mi lectura de su obra no puede separarse de las ocasiones en que charlé con él por la sencilla razón de que, en todas, entrevistas, presentaciones o pláticas casuales, hablamos de sus libros.

Repasar a Del Paso para entrevistarlo era releerlo a fondo o hacer el ridículo. Y, claro, releerlo era una forma de volver a descubrir la potencia de sus novelas, porque uno nunca termina de encontrarles facetas, capas y profundidades. Conocí en persona a Del Paso mucho tiempo después de haberlo leído por primera vez. Una revista me pidió que lo buscara y, luego de unas gestiones de mi hermano Ángel (quien trabajó muchos años bajo el mando del novelista en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz), se concretó una reunión en su casa de Guadalajara. Del Paso me recibió en un jardín, acompañado por un servicio de café, pan dulce y fruta y un jarra de agua fresca. Hablamos de Noticias del Imperio, que cumplía no sé cuántos años de publicada, y que yo me releí un día antes, en doce horas de alucinación, con apuntes, subrayados (en libreta aparte, porque odio marcar los libros), citas textuales, etcétera.

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Creo que salí más o menos bien librado del toma y daca sobre el Segundo Imperio Mexicano, la Intervención Francesa, el liberalismo del XIX y Juárez. O lo hice hasta que mencioné la carroza que el Benemérito empleó para su retirada al norte, acosado por las tropas de Maximiliano. “Un carro tirado por mulas”, describí yo. “Hombre, no, claro que no. No eran mulas, las del carro de Juárez, eran bueyes. Aunque haya bueyes muy mulas”, me corrigió Del Paso, dándole un mordisco disimulado a un pan dulce, que creo que ya tenía restringido, por entonces, debido a su salud. La investigación gigantesca que realizó para la obra (que, por sí sola, revitalizó el género de la novela histórica en español a finales del siglo XX) lo ilustró al grado de dominar detalles así. “Usted me habla de estructura y lenguaje pero yo, en esta novela, estaba centrado en la exactitud”, concluyó.

La siguiente charla fue pura carambola. Estaba releyendo Palinuro de México (en mi primera incursión, también en la adolescencia, fracasé ante esa novela exuberante y radical, que el propio Del Paso me describió luego como de estructura “desbalagada”; en un segundo intento, a los veintipocos, lo logré, y quedé tan contento por la navegación en sus aguas turbulentas que me fui derechito a por el Ulises de Joyce, pero ese batacazo es otra historia…). Escribía, por entonces, una novela que abordaba asuntos políticos y sociales y pocas lo han hecho tan bien como Palinuro. En medio de tales empeños viajé a la capital a resolver unos asuntos. Estaba, lo recuerdo, en un café sobre la calle Ámsterdam, cuando sonó mi celular. “Buenas tardes, soy Fernando del Paso”, dijo una voz. Lo primero que pensé fue que se trataba de una tomadura de pelo. Pero no: era él. Quería invitarme a una comida que iba a organizar ese fin de semana en homenaje a un amigo suyo. Y yo aproveché para echarme un voladito: “Ya de paso, quisiera hacerle unas preguntas sobre Palinuro, si hay tiempo”. Del Paso tosió. “Pues si quiere, de una vez, que en la comida va a haber más gente y a lo mejor no tenemos espacio”. Sin el Palinuro a la mano para las citas textuales me temblaron las piernas. Le pregunté algunas cosa sobre su modo de abordar un tema escabroso, como el 68, en el texto. “Yo pensaba básicamente en las imágenes, entonces. En lo político, sí, pero sobre todo en lo literario. Es un libro de imágenes”.

En la comida, efectivamente, no hubo tiempo para más. Creo que ni dije nada. Miento: conté una historia escabrosa que oí en otro sitio (¿sabían ustedes que la posición de seguridad que recomiendan en los aviones tiene el propósito de que la cara le quede más o menos reconocible a los que mueren en los accidentes y así facilitar su identificación?).

Mi último encuentro con Del Paso (luego de otro par, más breves, y algún contacto indirecto para una entrevista por escrito) fue en la FIL de Guadalajara, poco después de que le dieran el Cervantes. Presenté un libro que reunía algunos de sus ensayos literarios. El novelista se había recobrado, con muchos esfuerzos y cuidados familiares, de problemas de salud muy delicados. Le costaba hablar pero no se privaba de hacerlo. Por mi lado, había estado releyendoJosé Trigo (la leí por primera vez ya entrados los veinticinco, justo después de que naciera mi hija mayor) para un texto en que deseaba hacer algunos paralelismos entre esa primera novela, toda riesgo verbal y estructural, y la Galatea, la primera de Cervantes, a la que no se parece y sí (una historia principal y algunas secundarias que saltan acá y allá…). Ya sobre la mesa y a punto de comenzar la presentación (la gente aún estaba aplaudiendole al premiado), me incliné un poco hacia Del Paso. “Estuve releyendo José Trigo y...”, así inicié. Él asintió con la cabeza. “Puro lenguaje”, murmuró. “Todo es puro lenguaje”.

Exactitud, imágenes, lenguaje.

Eso me dijo.

Eso fue.

Una literatura en sí mismo.

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