Voz tecnicolor de las letras
Fernando del Paso, que hizo de la voz su potencia, convirtió su voz interior, la literatura, en una de las más extraordinarias bazas de la escritura en español
Aquel hombre que hizo de la voz su potencia (para ganarse la vida, en Londres, en París) convirtió su voz interior, la literatura, en una de las más extraordinarias bazas de la escritura en español.
Sus novelas (Palinuro de México, Noticias del Imperio, en primer lugar), su pasión por seguir el teatro como sangre en sus venas, así como su educación exquisita, radicada en su buen ser, y en el buen ser de su estupenda familia, cruzó de América ida y vuelta, recibió frustración y premios con el mismo talante que aconsejaba Rudyard Kipling, y, al final de su vida, sentado en su silla de ruedas, enguantado como si fuera un astronauta, vestido de todos los colores, como un hombre que viniera (y venía) del swinging London, fue capaz de gritar, en medio de las salas de la FIL de Guadalajara, un eslogan que le salió del alma atormentada de mexicano: “¡Todos somos Ayotzinapa!”
Le salió del alma del ciudadano, en medio de la tragedia de México (un grupo de jóvenes, una multitud de almas, asesinados por los oscuros de corazón que dominan el vientre malo del país), ese grito que fue su respuesta a una situación que ya envejece la atosigada alegría de su país. Fue extraordinario ese momento en que Del Paso, patrón mayor de aquella feria, dolorido por mil obstáculos físicos que le acaecieron a la vejez, se constituyó en voz de su país, decente altavoz de sus compatriotas.
Y ese grito fue más emocionante aún, más conmovedor, porque estaba tan mal Fernando, tan poco dotado para hablar, que se llevó a la sala donde se iba a presentar uno de sus libros a un traductor que fuera deletreando las palabras que acudían difícilmente a su voz dificultada.
Habían pasado muchos años desde que su pasión por Federico García Lorca lo trajo a España, y lo llevó luego a las capitales europeas donde su voz de periodista improvisado lo hizo la voz tecnicolor de América en Europa. Lo escuchábamos desde todas partes, y parecía que ese trueno jamás iba a aparecer de nuevo. Se fue apagando, ya se sabe, por los latidos disminuidos de su garganta; por eso pareció un milagro ese grito por Ayotzinapa.
No es difícil imaginar que ese clamor de pocas palabras tan intensas, “¡Todos somos Ayotzinapa!”, fuera la continuación lógica del homenaje que su literatura rinde a México desde su fundación a sus ancestros, pues de eso trata su literatura.
La última vez que lo vi fue en Madrid, cuando ganó y recogió el Cervantes; sus gafas ahumadas cayendo sobre su rostro risueño, rodeado de su mujer y de sus hijos. Con ellos estaba meses antes, en su casa de Guadalajara, México, vestido como roquero, parecía un motorista alegre recién descendido de su montura. Se sometió a las preguntas de EL PAÍS como un roquero, bromeando hasta de su voz rota, aquella que luego rehízo para dar aquel grito.
Su voz tecnicolor está en ese recuerdo, en los tiempos en que era un gentleman mexicano en Londres, en su voz lorquiana, en su escritura detenida y precisa con la que alcanzó la cima que seguirá siendo Palinuro de México.
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