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DIARIO DE INVIERNO | 9
Columna
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Nuevos pobres

Cada día hay más gente viviendo en la calle. Cerca de mi casa hay una autopista y debajo viven personas de manera rotativa: suelen ser familias

Marcos Balfagón (EL PAÍS)

Cuando empecé a trabajar en periodismo, a los 21 años, una de las primeras notas que me mandaron hacer fue una crónica sobre las personas que comían de la basura en la calle Florida, la peatonal comercial del microcentro de Buenos Aires. Mi editor insistía con que hablara con ellos porque, creía, muchos eran personas que habían perdido trabajos de profesiones de clase media, eran “nuevos pobres”, por llamarlos de alguna manera. Tenía razón. Una mujer que recibía con pudor las hamburguesas masticadas del local de hamburguesas era técnica radióloga. Esa noche no me quedé mucho tiempo en la calle: un hombre que esperaba en la puerta de una pizzería se enojó y nos arrojó, al fotógrafo y a mí, un pedazo de cartón. Nos fuimos. Era natural que estuviese rabioso y avergonzado.

Trabajé poco tiempo de cronista “social”: un año después de estas incursiones ya cubría recitales de rock y hacía crítica cultural. La experiencia fue decisiva: entonces creí que esa crónica y las siguientes, que tenían como protagonistas a gente vulnerable, eran inútiles para ellos y un lucimiento para mí, sentí que los explotaba y que escribir sobre su desdicha era puro narcicismo.

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Ya no pienso lo mismo, o no exactamente, pero esta cuestión ética del periodismo me parece compleja y creo que es difícil establecer la línea entre el respeto a la dignidad del otro y el sensacionalismo.

Pienso estas cuestiones porque estos días se parecen bastante a los de mis inicios en el periodismo. Como entonces, se repiten los despidos en las fábricas y las protestas en las calles. Hace unos días, la policía denunció a una prestigiosa profesora de Filosofía que estaba dando clase en la calle por interrumpir el tránsito. Los docentes universitarios tienen los salarios congelados. Y ellos, como los estudiantes, de alguna manera son privilegiados. Cada día hay más gente viviendo en la calle. Cerca de mi casa hay una autopista y debajo viven personas de manera rotativa —ignoro adónde van cuando se van—: suelen ser familias. La que estaba ayer y que pasó ahí una noche helada tenía colchones, maletas, dos hijos, una bicicleta, una mascota. Son los que se cayeron del mapa, que probablemente estaban viviendo en hoteles que ya no pueden pagar.

Hay unas 8.000 personas viviendo en la calle en Buenos Aires, hay 20.000 en peligro de caer en esa situación y los refugios son insuficientes. La ayuda temporaria y paliativa que podemos dar los vecinos, organizados o no, puede confortarlos un rato pero al final es insuficiente: el Estado tiene que protegerlos. Hay muchas personas ayudando: algunas agrupaciones se organizaron después de diciembre de 2001, aquella crisis argentina que recuerda el mundo por el “chiste” de los tres (¿eran tres o cuatro o cinco?, a nosotros no nos importa tanto) presidentes en una semana. Otras están cerca del colectivo LGBTI, porque muchas mujeres trans no tienen techo. Hoy mismo algunas de estas organizaciones hacen una protesta que se llama Frazadazo: lo que se enarborlará, como banderas, son las frazadas, así llamamos acá a las cobijas. Hacen tanta falta en la calle estas noches de frío y nunca son suficientes.

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