Los cementerios vuelven a la vida
Decenas de camposantos en España y Europa lanzan visitas guiadas, representaciones teatrales y distintas iniciativas culturales para atraer a los turistas y salvarse del abandono
Todas las entradas agotadas, en 72 horas. De golpe, un día del pasado febrero, el cementerio de la Almudena descubrió que podía competir en tirón con los divos del rock o los clásicos del fútbol. El mayor camposanto de España, con 120 hectáreas, lanzó este año, por primera vez, rutas guiadas por sus lápidas y esculturas. Lo anunció como un proyecto piloto, por si generaba interés. En tres días, no quedaba ni una sola de las casi 2.000 plazas gratuitas. El entusiasmo de los vivos invadió la ciudad de los muertos. Tanto que la Empresa Municipal de Servicios Funerarios y Cementerios de Madrid amplió la cantidad de visitas y estudia convertir la iniciativa, terminada el 30 de junio, en permanente, como ya ocurre en otras partes de España. Porque, hartos de generar solo lágrimas y escalofríos, los camposantos quieren contar otras historias: del arte, de su país, o de millones de vidas que fueron, y ahora yacen bajo su tierra.
De ahí que la Almudena solo sea un ejemplo más del avance del llamado necroturismo. Y los recorridos con un guía representan lo más básico de una oferta cada vez más variada. “Hasta hace poco era rarísimo que hubiese actividades culturales. Han surgido paseos nocturnos, con una vela o una linterna; representaciones teatrales, proyecciones de películas y conciertos; fuera de España, hasta se han abierto bares y restaurantes dentro de los cementerios”, relata Marta Sanmamed, autora del libro Aquí yace… o no (Oberon). Nada de macabro: el camposanto, hoy en día, quiere ser acogedor. Así, hay carreras que se deslizan entre las tumbas, como la de San Juan en Granada; el cementerio de Poblenou, en Barcelona, celebró en 2016 una competición fotográfica a golpes de filtros en Instagram; y Ciriego, en Santander, presume de juntar a los difuntos con el futurismo: recientemente elegido finalista del Concurso de Cementerios de España, cuenta con una aplicación y códigos QR para ir descubriendo con el móvil todas las anécdotas sepultadas.
Pese a la explosión de iniciativas, cuesta poner números al necroturismo, ya que no hay registros fiables de cuántos visitantes acuden a un cementerio por interés cultural. Consultado por este diario, el ministerio de Turismo reconoce que no tiene cifras ni planes nacionales al respecto. Sin embargo, todos los entrevistados para este reportaje confirman que el fenómeno se ha disparado. Las rutas en los camposantos de Montjuïc o Poblenou, en Barcelona, reunieron a 17.757 curiosos en 2017. Y uno de los pocos estudios, elaborado en Italia por la consultora JFC, calculaba un aumento del 55,9% en tres años en su país: en 2016, último dato disponible, hubo 102.000 visitantes, una cuarta parte extranjeros.
“Hay una estimación aproximada de que entre el 3 y el 20% de todos los itinerarios turísticos pasa por algún camposanto. Estamos elaborando un método sistemático más eficaz”, promete Dušan Vrban, responsable de la Ruta Europea de Cementerios. Este proyecto, lanzado en 2010 por la Asociación de Cementerios Significativos de Europa (ASCE), bajo el paraguas de la UE, busca rescatar del olvido el patrimonio fúnebre, artístico y humano, esparcido por el continente. La asociación reúne a 179 cementerios, en 22 países: España, con 30, es el más representado, además de contar con una iniciativa nacional parecida, Cementerios Vivos. En general, se calcula que 417 camposantos tienen interés turístico en el mundo y que 348 (el 83,5%) se hallan en Europa.
El tabú y el respeto
La celebrada serie de HBO A dos metros bajo tierra trató, entre 2001 y 2005, de afrontar el tabú del fallecimiento y normalizarlo. "¿Por qué la gente ha de morir?", preguntaba una viuda entre lágrimas al protagonista, enterrador. Él contestaba, seguro: "Para que la vida sea importante".
Vanesa Jurado trabaja en ello desde hace años. Mejorar la relación con la muerte es uno de los objetivos del programa de visitas nocturnas, guiadas y teatralizadas en el cementerio San Juan de Granada que lanzó en 2015. "Los camposantos son museos al aire libre. Han de seguir formando parte de nuestras ciudades", agrega. Este verano, su plan continúa, cada fin de semana, con un espectáculo que mezcla Carlos III, las epidemías y hasta la canción El anillo, de Jennifer López.
Aunque han ido renovando su convenio con el Ayuntamiento, y suelen agotar las entradas para cada representación, no todos aprecian el trabajo de Jurado y sus compañeros. "Este año está más tranquilo, pero me siguen insultando en las redes sociales. En 2016, hubo una petición que se dirigió directamente al defensor del pueblo", explica. Lo que muestra el difícil equilibrio del necroturismo: atraer nuevos visitantes, sin herir la sensibilidad del público principal, el que acude al cementerio a llorar sus pérdidas. "Cualquier proyecto ha de plantearse desde el respeto", asevera la escritora Marta Sanmamed.
“Los cementerios son lugares donde se ha consolidado una calidad artística y arquitectónica de enorme valor. En Italia, por ejemplo, acogen las esculturas más relevantes de entre los siglos XIX y XX; a la vez, son un imán de visitas por la relevancia de las personalidades allí enterradas”, explica Pietro Barrera, exresponsable de Sefit (Servicios fúnebres italianos). Junto con ASCE y el ministerio de Cultura de Italia, estrenaron el año pasado un atlas digital para promocionar los principales camposantos del país.
La idea es crear un círculo virtuoso del turismo: quien visite la Fontana di Trevi en busca de dolce vita tal vez quiera acudir a la tumba de “¡Marcello!” [Mastroianni] en el Verano, el principal cementerio de Roma; tras descubrir el mausoleo del Grande Torino —un glorioso equipo de fútbol cuya leyenda fue truncada por un accidente aereo en 1949—, puede que alguien se acerque al estadio a ver si el Turín de hoy está a la altura de sus ángeles caídos. De paso, el plan persigue alejar al turista de los lugares más explotados, para evitar la “sedimentación”, en palabras de Francesco Tapinassi, alto cargo del ministerio de Cultura italiano que participó en el atlas: si se le ofrece un mapa integrado de caminos, pueblos, cementerios y jardines, quizás el viajero mire más allá del Coliseo o la torre de Pisa.
En realidad, ya hay unos cuantos camposantos famosos: miles de turistas acuden cada año a llorar a Jim Morrison en Père Lachaise (París) o contemplar el ángel que Giulio Monteverde esculpió en Staglieno (Génova) o El beso de la muerte en Poblenou. Fans entregados cazan a sus estrellas favoritas de la literatura o la política en las lápidas de media Europa. Y algún experto busca las obras maestras del arte y la arquitectura que descansan sobre ellas. Sanmamed jura que hay joyas como para sufrir varios stendhalazos.
Puede bastar incluso solo un poema, como en la lápida de Percy B. Shelley, en el cementerio acatólico de Roma; un número, como el 174517 que a Primo Levi le tatuaron en la muñeca en Auschwitz y acompaña su tumba en Turín; o una risa, como el epitafio de Enrique Jardiel Poncela, en Madrid: “Si queréis los mayores elogios, moríos”.
Aunque, entre tanta celebridad, aguardan también los relatos perdidos de millones de don y doña nadie. Memorias borrosas de humanidad que solo piden ser escuchadas. A cambio, prometen resucitar al propio cementerio, y a la tierra que lo rodea.
En Sveti Juraj, en Croacia, apenas habitan unos 600 vecinos. Allí nació en 1915 Milan Rukavina: músico y fotógrafo, tocaba el órgano en la iglesia local. Tan bien, por lo visto, que hasta recibió una carta de agradecimiento del mismísimo papa, Pablo VI. Entregado a su instrumento, solía contar que le encantaría morir a su lado, tras sonar una última nota, un 23 de abril, fiesta del pueblo. Quiso el destino que su deseo se cumpliera, en 1996. Y un informe de este año de la ASCE cita su historia como una muestra del potencial turístico de un cementerio: mezcla misterio, religión, arte y empatía; se podrían exponer sus fotos, organizar conciertos de órgano y, en general, revitalizar la localidad a través de las vivencias de Rukavina.
El estudio nombra otros dos casos en la misma línea: un panadero esloveno y una mujer inglesa que acabó ingresada en un manicomio. Existencias desconocidas con nombre y apellido que pueden contar el paso de los siglos, las costumbres locales, la evolución de la condición femenina o los cambios tecnológicos. O, por qué no, tan solo emocionar: cuando Amando Álvarez González murió, en 1951, también se perdieron sus dos perras pekinesas. Hasta que reaparecieron, justo al lado de su tumba, en la Almudena. Ahora, sus dos estatuas le velan para la eternidad.
A Lola Flores, en cambio, le escoltan cada día nuevos fieles: se dice que su tumba, en la Almudena, es la más visitada de España, y que nunca le falta uno de sus adorados claveles rojos. Al lado, su hijo Antonio sigue tocando una guitarra que la vida le quitó con 33 años, tan solo dos semanas después de su madre. El pasado miércoles, sus estatuas lucían rodeadas de flores. Ni el clima infernal había parado el amor por La Faraona y su vástago. Aunque, por lo demás, las 120 hectáreas de la Almudena se mostraban desiertas: cinco millones de personas bajo el suelo, apenas un puñado sobre él. “Hay una fuga de los cementerios. Se juntan un empobrecimiento del tejido social y familiar, por el que menos personas visitan las tumbas de sus seres queridos, y la explosión de la cremación. Pero, a través del turismo, podrían pasar de lugares de la memoria personal a la colectiva”, explica Barrera.
Puede que sea también su salvación. Basta un paseo por la Almudena para ver cientos de tumbas destrozadas por el tiempo y el abandono, hasta humilladas por alguna lata de cerveza oxidada y apoyada en una lápida. La imagen melancólica debe de repetirse en muchos de los 17.000 cementerios españoles, más de la mitad, públicos, en cálculos de Marta Sanmamed. Durante décadas, los camposantos ingresaron dinero de sobra gracias a los entierros y hasta financiaban otras necesidades de los Ayuntamientos, aclara Barrera. La pasión por la incineración, sin embargo, los está dejando sin inquilinos y sin fondos. En estas condiciones, la manutención de sus tesoros resulta imposible. Por eso, el necroturismo les ofrece una nueva esperanza. En el fondo, los cementerios se parecen a sus huéspedes eternos: ambos temen el último adiós. Necesitan que se les rememore y visite. Ya lo enseñaba la película Coco: lo que no se recuerde desaparece.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.