Océano
Casi todas las religiones apelan al agua como elemento crucial para cualquier transformación espiritual del ser humano
Por muchas cosas que se hayan visto, no deja de sorprender la asombrosa confluencia simultánea que se ha producido entre la novela del escritor español Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948), titulada La ofrenda (Galaxia Gutenberg), la película La forma del agua, del cineasta Guillermo del Toro (Guadalajara, México, 1964), y las últimas fotografías de Isabel Muñoz (Barcelona, 1951). Pero no es mi intención pronunciarme aquí sobre el misterio de este enredo, sino a lo que apuntan estos tres relatos sobre el sentido original del agua como elemento vivificante y lustral, o lo que es lo mismo, como inmersión en nuestra memoria más atávica. Ya uno de los míticos siete sabios de la antigua Grecia, el filósofo presocrático Tales de Mileto (hacia 625 antes de Cristo de Cristo - circa 549 a. C.) consideró que el agua era el origen primigenio de animación de la naturaleza, y en general, casi todas las religiones apelan a este líquido elemento como crucial para cualquier transformación espiritual del ser humano. En el contexto de su teoría de la evolución, el científico Charles Darwin demostró que la mayoría de los seres vivos habían pasado por una fase acuática, con lo que, sea cual sea la perspectiva con que se observe el fenómeno, hay un consenso sobre el potencial original de este elemento, que así deviene mítico.
La fuerza de lo mítico estriba en el equívoco de que una cosa, sin dejar de ser ella misma, tenga significados divergentes, pero lo que este capital semántico inestable pueda tener de impreciso, se compensa con la ampliación de su radio de acción, que no solo ensancha el horizonte, sino que multiplica la posibilidad de establecer insospechadas relaciones entre sus componentes. En este sentido, coloquialmente definimos el acto de recordar como una inmersión en la memoria, un sumergirse en las aguas profundas de la misma, en esas aguas abisales de misterios indescifrados. Ante la desafiante osadía de Ulises de oír el hechicero canto de las sirenas, al resguardo de las ligaduras que lo ataban al mástil de su embarcación y le impedían entregarse a su embrujo, Adorno y Horkheimer sentenciaron que, a partir de ese mismo momento, todo canto -toda forma artística- no pudieron expresar otra cosa que el dolor de una herida: el de la pérdida de lo ineluctable. La emancipación del hombre comporta la expulsión del paraíso y el consiguiente anhelo de regreso.
En esa busca de la felicidad, la regresión al origen constituye una etapa imprescindible, pero este viaje a lo recóndito tiene siempre una derrota vertical: la de sumergirse en lo más hondo del subsuelo o del cielo, los lugares donde el tiempo no cuenta nada. Hay que bucear o volar. En el jardín oceánico, creemos ver una exótica fauna y flora marinas que nos maravilla, hasta que descubrimos que esa masa acuática es un formidable espejo, donde, por primera vez, nos reconocemos.
Babelia
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