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Borg y McEnroe, una final de película

Un filme recrea el histórico duelo del 5 de julio de 1980 en la hierba de Wimbledon. El sueco ganó un pulso memorable, de casi cuatro horas, entre dos estilos de juego y vida profundamente antagónicos

Borg posa con el trofeo de campeón de Wimbledon, en 1980, con McEnroe en primer término. En vídeo, el tráiler de la película.Vídeo: STEVE POWELL (GETTY) / YouTube
Alejandro Ciriza

Vaya por delante una cosa: a John McEnroe, uno de los dos protagonistas de la cinta, no le agrada especialmente que su histórico pulso con Björn Borg en la final de Wimbledon de 1980 haya sido llevado a las pantallas por la industria cinematográfica.

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Al menos, así lo que expresaba a este periódico el pasado mes de septiembre, durante un encuentro en la zona este de Nueva York, en los Flushing Meadows de Queens. “No la he visto y ni siquiera me preocupa demasiado. Yo no he tenido nada que ver con ella... De hecho, el chico que me interpreta [Shia LaBeouf] ni siquiera se parece a mí; el otro [Sverrir Gudnason] sí que se parece a Björn… Estoy un poco decepcionado de no haber estado involucrado en esto, pero c'est la vie…, supongo”, contaba con resignación el indomable Big Mac, a sus 59 años fino y fibrado como un bambú, mucho más en forma de lo que se pudiera imaginar.

Le gustase o no a él, Borg/McEnroe (2017) vio la luz en el Festival de Toronto hace unos meses y ahora llega a las carteleras españolas. Pese a la difícil relación entre el cine y la recreación de gestas deportivas, la industria ha inmortalizado la memorable batalla del 5 de julio de 1980, sobre el césped roído de la pista central del All England Tennis Club de Wimbledon. Un pulso inolvidable, con un frente a frente entre dos estilos absolutamente antagónicos y dispares; probablemente, el más recordado que haya deparado nunca un gran torneo de tenis.

Aquel día, recuerdan las crónicas de entonces, La Catedral palpitó con cada punto. A un lado Borg, el gélido y calculador Björn Borg, y al otro McEnroe, el yankee iracundo que desprendía rock n’ roll por todos sus poros; es decir, el hielo y el fuego, el día y la noche, dos jugadores tan distintos y dos personalidades tan opuestas que, a pesar de todo, paradójicamente convergían porque a los dos les unía la misma causa (el triunfo) y una constante sensación de imperfección. Ahora bien, por caminos radicalmente distintos. El uno (24 años el sueco) a partir de la pulcritud y la vía recta, del método más estricto, y el otro (21) desde el exceso, la irreverencia y la anarquía.

El loco tie-break de la cuarta manga

Con esas cartas sobre la mesa chocaron en aquella final, un maravilloso thriller en el que las entradas alcanzaron un precio de 200 libras en la reventa (32.000 pesetas de la época, 230 euros), seguro que bien invertidas después de todo el frenesí, culminado con un taquicárdico 1-6, 7-5, 6-3, 6-7 y 8-6. Se resolvió todo después de 3h 53m, con un fotograma inédito: Borg, el nórdico pétreo, hierático e introspectivo hasta el límite, hincando las rodillas sobre el tapete, jubiloso, brazos en alto; encaramándose luego a la tribuna para besar a la rumana Mariana Simonescu, la mujer que acolchó buena parte de sus penas, de todas las angustias, porque Borg era frío como un témpano, pero ocultaba un laberinto emocional en sus entrañas.

El sueco, hoy 61 años, era obsesivo hasta el extremo. Un atleta extraordinario con cohetes en las piernas y un revés a dos manos poderosísimo. Tenista de tierra en origen (ganó seis Roland Garros), una roca, se transformó en un contragolpeador de pura raza para adueñarse de la hierba y superar al legendario Rod Laver. Con su triunfo de 1980 sobre McEnroe, siendo entonces el número uno, enlazó cinco títulos y 35 triunfos consecutivos en Wimbledon. Hizo historia aquella tarde, y eso que había jugado mermado desde la tercera ronda, debido a una contracción abdominal que se produjo contra Rod Frawley.

Enfrente, McEnroe proponía el abordaje constante, un saque-volea de manual, con una determinación incomparable y un toque impecable en la red; también, los genuinos exabruptos que le costaron varias reprimendas de la refinada grada inglesa, aunque muchas veces sirvieran para flagelarse a sí mismo. A su salida a la pista escuchó algunos chiflidos esa tarde, antes de que comenzase el show. Borg extrañamente incómodo, algunas lagunas de juego y poco a poco la curva ascendente, la ebullición, sintetizada en el loco tie-break de la cuarta manga, decidido en 34 puntos y 22 minutos de libertinaje tenístico: 18-16 a favor de McEnroe, después de que el americano levantase cinco match points en contra y acertase en su séptima bola de set. Entonces, 2-2. Iguales. Ahí llegó la explosión.

‘Iceborg’, en toda su expresión

El golpe parabólico y curvado de McEnroe le obligaba a Borg a restar casi desde las tribunas. El vikingo replicó con artillería pesada y 10 aces. Suspense máximo, cada uno defendiendo el turno de servicio. Y McEnroe comportándose, porque ante Borg nunca montó ningún escándalo de los suyos por el respeto que infundía el sueco. Todo abierto hasta que en el decimotercer juego Borg tiró un passing cruzado para responder a un saque y cerró el encuentro. De nuevo, otra vez, campeón. Su hegemonía en el sur de Londres perduraba. Adiós al récord de Laver, más mística. Iceborg, en toda su expresión.

“Esta final me enganchó definitivamente al tenis”, explica el reportero Manuel Poyán, ligado a la cobertura de la raqueta desde principios de los ochenta y locutor de infinidad de torneos. “La valentía de ambos fue brutal. En el fondo, los dos eran unos rebeldes, pero contrapuestos. Lo que más me impresionó es que Borg consiguió que McEnroe se comportara de manera educada; contra Connors o Lendl decía de todo, pero con él era distinto”. Y se suma Alejandro Delmás, otro veterano con una extensísima ristra de coberturas a las espaldas. “Ese tie-break fue increíble, una montaña rusa. Eran dos genios, cada uno a su manera: uno era Suecia, el otro cien por cien EE UU”.

Antes del gran choque, McEnroe le había ganado tres veces a Borg, entre ellas el primer duelo: Estocolmo, 1978. Sin embargo, esa tarde el nórdico escapó y se embolsó el cheque de 20.000 libras (23.000 euros). Unos meses después, McEnroe le arrebató el US Open y al año siguiente le batió en la final de Londres, y de nuevo en Nueva York, pero en la memoria histórica del tenis quedó tatuado el gran día de gloria. Al final, los cara a cara quedaron en tablas (7-7) y el destino fraguó una buena amistad. McEnroe fue el padrino de bodas de Borg y este último, ya sin estímulos (o por el temor a no poder seguir dominando), se retiró a los tempranos 26.

Y para siempre, eterno, el 5 de julio de 1980.

¿LA MEJOR FINAL DE LA HISTORIA?

El siempre romántico (y subjetivo) ejercicio de las comparaciones traza paralelismos entre una final y otra. La de Borg y McEnroe en Wimbledon se eleva como una de las más grandiosas, aunque hay quienes sitúan por encima la que disputaron Rafael Nadal y Roger Federer en 2008, sobre el mismo escenario.

Entonces, el español quebró la racha triunfal del supercampeón suizo, que encadenaba 65 partidos sin perder en el major londinense: 6-4, 6-4, 6-7, 6-7 y 9-7, después de 4h 49m y varios parones por la lluvia, casi sin luz.

Son las dos finales señaladas, aunque los hay quienes apuntan a la de Nadal y Novak Djokovic en Australia 2012. El serbio ganó un maratón de 5h 53m, cifra récord para el capítulo definitivo de un Grand Slam. También se citan otras como la de Ivan Lendl y McEnroe en el Roland Garros de 1984 (3-6, 2-6, 6-4, 7-5, 7-5 a favor del primero), y tantas otras más.

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Sobre la firma

Alejandro Ciriza
Cubre la información de tenis desde 2015. Melbourne, París, Londres y Nueva York, su ruta anual. Escala en los Juegos Olímpicos de Tokio. Se incorporó a EL PAÍS en 2007 y previamente trabajó en Localia (deportes), Telecinco (informativos) y As (fútbol). Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra. Autor de ‘¡Vamos, Rafa!’.

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