Atrapados en el Ártico, nadie podía oír sus gritos
La serie ‘El Terror’, producida por Ridley Scott y basada en la novela de Dan Simmons, revive la tragedia polar y el misterio de la expedición Franklin mezclando historia y ficción y añadiendo un monstruo
Pocas aventuras reales hay tan escalofriantes como la que cuentan, añadiéndole unas buenas dosis de ficción e inventándose un monstruo, la nueva serie televisiva El Terror -producida por Ridley Scott, estreno en España el 3 de abril, canal AMC- y la novela del mismo título de Dan Simmons en que está basada. Es la famosa y terrible historia de la última expedición al Ártico del explorador británico sir John Franklin, al mando de los barcos Erebus (el buque insignia) y Terror. El hielo se tragó al capitán, sus navíos y los 128 hombres que se adentraron con ellos en el laberinto ignoto de tierras desoladas y mar con artera tendencia a congelarse que se alzaba como un sudario en el extremo norte de Canadá, en el mismísimo patio trasero del polo Norte. La novela y la serie conjugan maravillosamente el ambiente de las novelas de la Royal Navy de Patrick O’Brian y Master & commander (al cabo la de Franklin era una expedición de la Armada) con la aventura polar real y una trama espeluznante digna de un Stephen King. Ridley Scott se ha encontrado muy cómodo con una historia sobre una expedición perdida en un mundo hostil que es acosada por un monstruo de aspecto indefinido. Como en Alien, de los expedicionarios de Franklin atrapados en el Ártico nadie podía oír sus gritos.
La última vez que se vio a los barcos de Franklin (a excepción de algunos vagos relatos esquimales), el 28 de julio de 1845, navegaban orgullosa y confiadamente, según contaron unos balleneros que se los cruzaron, al oeste de Groenlandia, en la bahía de Baffin, dirigiéndose como dos grandes avispones –los cascos estaban pintados de negro con una gran franja amarilla- a la entrada del estrecho de Lancaster. Desde ahí iban a acometer su misión: la búsqueda y travesía por el archipiélago septentrional canadiense del denominado Paso del Noroeste, el Grial Ártico, la soñada vía navegable que permitiría viajar del Atlántico al Pacífico para establecer una ruta comercial con China y Japón. Desaparecieron, se evaporaron en esas latitudes letales en las que la blancura y la oscuridad se conjuran para aplastar cuerpos y almas. Se los buscó obstinadamente, convertido el enigma de dónde se habían metido toda esa gente y sus poderosos barcos en la gran obsesión de la época victoriana (de manera parecida a como preocupó luego la suerte de Livingstone). Pero pasaron casi diez años antes de que se volviera a tener noticias de ellos y, como era previsible, no fueron buenas: habían muerto todos, los 129 (de Gran Bretaña partieron 133 pero 4 se quedaron en Groenlandia), y algunos habían tratado de sobrevivir comiéndose a sus compañeros, como acreditaban, para pasmo de la sociedad británica, huesos descarnados y restos hallados en ollas que aparecieron entre los escasos testimonios desperdigados por el corazón del Ártico. Un drama digno de Poe, Melville o Conrad, ecos de los cuales, y de otros como Lovecraft o el Frankenstein de Mary Shelley, hay en El Terror.
Desde entonces, se ha tratado de resolver el misterio del desastre y averiguar qué pasó exactamente, cómo pudo sucumbir de manera tan absoluta una expedición de la Marina británica tan minuciosamente preparada y equipada (llevaba provisiones para tres años y hasta una biblioteca, en el Erebus, de 1.700 volúmenes). Pese a que se han descubierto algunas cosas, entre ellas un bote-trineo con dos esqueletos descabezados y un ejemplar de El vicario de Wakefield, de Oliver Goldsmith (uno se hubiera llevado, aunque aún no se había escrito, La Venus de las pieles, que da más calor), y en 2014 y 2016 aparecieron, sumergidos, los propios barcos (hallazgo que se ha comparado por su importancia con el de la tumba de Tutankamón) sigue habiendo muchos, demasiados blancos (y valga la palabra) en el relato.
De esos vacíos se aprovechó en 2007 para reescribir la historia en El Terror Simmons (Peoria, Illinois, 1948), un espléndido autor de literatura fantástica y hábil mezclador de géneros, con novelas tan inquietantes e inolvidables como La canción de Kali o Hyperion (y sus secuelas), una obra maestra de la ciencia ficción. Simmons ha publicado asimismo una asombrosa historia sobre el fantasma de Custer que se introduce en el cuerpo de un joven sioux (Black Hills), una revisión en clave fantástica de la Ilíada (Ilión) y otro “libro frío”, The abominable, sobre una expedición al Everest tras el fallido intento de Mallory e Irvine (también con elementos sobrenaturales).
El Terror es un magnífico novelón de 760 páginas (Roca Editorial, 2008) que resigue minuciosamente, con un dominio portentoso de la documentación histórica, hálito épico y casi más metáforas de blancura que Moby Dick (hay varias alusiones a la obra de Melville), el drama de Franklin y su expedición tomando como especial protagonista al originariamente segundo al mando (y capitán del Terror), el también ya célebre explorador polar Francis Crozier, descubridor de la Antártida con James Ross cinco años antes. La novela, que luego traza diversos flash backs, arranca en octubre de 1847, a -45 grados (llega a ¡ -75!) y con los dos barcos ya atrapados en la banquisa y a un kilómetro de distancia uno del otro. Simmons describe de manera sensacional el paisaje de pesadilla –y a la vez fascinante- y los efectos del frío tremendo: los dientes que explotan de tanto castañetear, los suspiros que se convierten en cristales de hielo y caen sobre cubierta como minúsculos diamantes, la carne expuesta que se congela inmediatamente y se queda pegada a cualquier superficie metálica.
El hombre que se comió sus botas
Franklin es uno de los grandes héroes de la historia e la exploración, aunque acabó mal. En su última expedición con el Erebus y el Terror estaba ya al final de su carrera y regresaba al lugar donde consiguió fama. Cumplió 60 años durante la misión. Tenía detrás un pasado con grandes hazañas, incluido el haber participado en la batalla de Trafalgar como oficial de señales del HMS Bellerophon y algún sonado fracaso, como su periodo en el cargo de gobernador de la Tierra de Van Diemen (hoy Tasmania), del que salió desprestigiado y con fama de calzonazos.
Realizó cuatro expediciones al Ártico, tres como comandante. En una de ellas, en 1819, buscando por tierra el dichoso paso del Noroeste, estuvieron a punto a punto de morir de hambre él y sus acompañantes, alguno de los cuales cayó en el canibalismo, toda una premonición. La Prensa le acuñó entonces a Franklin el apodo de “el hombre que se comió sus botas”, pues eso hizo, hervir y comerse el cuero de su calzado. Su misteriosa desaparición en 1845 y la campaña que promovió su mujer para rescatarlo –que incluyó implicar al Almirantazgo, a EE UU, médiums y hasta a Dickens- lo elevaron a la categoría de superhéroe, un Arturo hiperbóreo esperando dormido en su Avalon de hielo (donde sigue).
Su prestigio quedó algo empañada tras conocerse que la expedición del Erebus y el Terror se había entregado a la antropofagia, pero toda Inglaterra suspiró de alivio al saberse que Franklin había muerto antes de que se llegase a esos extremos gastronómicos.
Desde las primeras páginas descubrimos que, aparte de lo malo, malísimo de la situación, hay una entidad aterradora, un depredador blanco de grandes garras (inicialmente creen que es un gran oso polar), que acecha en el páramo de hielo y va matando expedicionarios que bautizan a la cosa El Terror. La introducción de ese monstruo de aspecto inconcreto, vagamente osuno, con ojos de tiburón y aliento podrido, en la historia real, que se mezcla también con elementos de chamanismo ártico, añade un elemento terrorífico y sobrenatural que da mucho juego. Simmons ya había creado otro monstruo antológico en Hyperion, el Alcaudón. La bestia El Terror, denominada por los esquimales Tuunbaq, recuerda al Wendigo de los cuentos algonquinos, curiosamente relacionado con el canibalismo.
La serie, espléndida, sigue bastante al pie de la letra en sus diez capítulos la propuesta de Simmons, monstruo y presencia femenina -una reservada esquimal, bautizada Lady Silenciosa (Nive Nielsen)- incluidos. Pero presenta la historia de manera más cronológica y necesariamente simplificada, desarrollando la aventura desde el principio y añadiendo un conflicto de mando y de clase entre Franklin (Ciarán Hinds), al que se presenta, en connivencia con su subordinado James Fitzjames, considerado el hombre más apuesto de la Marina Real (Tobias Menzies), como inflexible, estirado (en realidad era bastante simpático, un tipo encantador y benévolo) y algo majadero, y Crozier (Jared Harris), que advierte desde el principio en qué lío se están metiendo, aunque tiene una acusada tendencia irlandesa a empinar el codo.
Las imágenes, fascinantes, con una recreación espectacularmente precisa de lo que era una expedición naval del XIX (incluido su anticuado vestuario polar), auroras boreales, parahelios, tormentas y fuegos de San Telmo, muestran los barcos en inquietantes planos cenitales rodeados de la fantasmagórica inmensidad del Ártico y el hielo crujiente, la esforzada vida de las tripulaciones, los ataques de la criatura que tiñen de sangre la nieve, un buzo que se sumerge bajo el hielo para reparar el timón, un extravagante e impío carnaval, alguna relación impropia (según los estándares de la Marina Real) y los habituales azotes con el látigo (las salpicaduras rojas se congelan en el aire), motines y detalles cómo el de Crozier arrancándose la piel alrededor del ojo al bajar el catalejo y otro oficial dejándose la de la palma de la mano tras apoyarla sin guante en la regala. A los cinco minutos del primer episodio ya tenemos un muerto al caer de un mástil y un marinero con escorbuto.
La serie no deja de presentar a las tres mascotas históricas a bordo del Erebus: un perro (Neptuno), un gato y un mono (sin contar las ratas, que prosperan en el cada vez más nutrido depósito de cadáveres del barco). El mono, Jocko, fue un regalo a su marido de Lady Franklin (en la pantalla Greta Scacchi), la corajuda y terca mujer que no cejó en su empeño de averiguar el destino de su marido movilizando al Almirantazgo y al Consejo Ártico y que aparece en flash backs y secuencias paralelas.
De la desaparecida expedición histórica de Franklin se tienen algunos datos seguros gracias al mensaje escrito que dejaron en un recipiente dentro de un montículo de piedras (cairn) en la Tierra (isla) del Rey Guillermo y que se halló una década después. Sabemos por la nota que el Erebus y el Terror quedaron atrapados en el hielo en 1846 en el embudo del estrecho Victoria, un perverso cul de sac geográfico, y, tras dos inviernos sin que se abriera la trampa, ambos barcos fueron abandonados en abril de 1848. Las tripulaciones trataron de salvarse dirigiéndose a pie y arrastrando los botes de los barcos (por si encontraban en el camino aguas abiertas) en grandes trineos tirados esforzadamente a mano, hacia el sur. Para entonces, informaba el texto, Franklin (el 11 de junio de 1847), 9 oficiales y 15 marineros habían muerto. Se desconocen las causas de los fallecimientos (lo que da pábulo a Simmons y a la serie de Ridley Scott a imaginar que ayudó su monstruo) pero, desde luego, la mortandad era muy grande para una expedición de la Armada que tenía que estar aún bien pertrechada.
La localización de la tumba de Franklin, al que sus hombres debieron sepultar con solemnidad (en la serie lo hacen con su pierna, y no digo más), es uno de los grandes misterios (misterio en el misterio) que le queda por resolver a la historia de la exploración y la arqueología. Es posible que, al cabo un marino, lo entregaran al mar, abriendo un agujero en el hielo (en la serie se celebran varios entierros de esa manera). Pero si le cavaron un sepulcro y lo enterraron metido en un ataúd encontrarlo sería la reoca. De momento en la abadía de Westminster hay un memorial en su honor con unos versos de Tennysson: "Not here, the white north has thy bones; and thou, heroic sailor-soul, aty passing on thine happier voyage now toward no earthly pole".
El hallazgo de tres tétricas tumbas de marineros de Franklin (John Torrington, John Hartnell y William Braine) en la isla de Beechey, donde los barcos hicieron la primera invernada en 1845 antes de seguir adelante y quedar presos, seguramente al encontrarse unas condiciones climatológicas excepcionalmente malas, permitió analizar los cuerpos que contenían y que gracias al frío se habían preservado maravillosamente (desde un punto de vista forense, porque en realidad son espantosos, con unas muecas eternas dignas de The Walking Dead). La autopsia, en los pasados ochentas, reveló altas dosis de plomo y se especula con que lo que contribuyera a matar a esos marinos y luego a los otros fuera la toxicidad provocada por las soldaduras en las latas de alimentos que llevaba en cantidades industriales la expedición.
La novela y la serie se abonan en parte a esta hipótesis y siguen a los 105 supervivientes, comandados por Crozier en la marcha desesperada en busca de una salvación que, sabemos, no se produjo (aunque tanto la novela como la serie dan sorpresas). Fue durante esa orgía de sufrimiento, tan británica (luego la revivirá Scott en su penosa retirada del Polo Sur: Simmons se permite algún guiño con Oates), que el grupo de harapientos y famélicos cadáveres ambulantes se fue disgregando a medida que unos morían con las encías negras de escorbuto y otros trataban de buscar alternativas a la ruta escogida. Las expediciones de búsqueda y los arqueólogos modernos han ido encontrando testimonios dispersos de esa marcha de la muerte por una tierra baldía de la que se alejaban hasta los esquimales. Algunos inuit todavía creen que la tragedia de la expedición, cuyo eco permanece en su tradición oral, contaminó espiritualmente la región (hoy Nunavut) y consideran que encontrar a Franklin y a los demás y enviar sus restos a Gran Bretaña devolvería la paz a esas tierras.
Cuando las cosas se ponen feas en El Terror surge con el miedo y la desesperanza lo más abnegado pero también lo peor de la gente, especialmente del gran villano de la función, el ayudante del calafatero y ávido caníbal Cornelius Hickey. Llena de personajes secundarios, algunos inolvidables como el patrón de hielo Blanky (real) con su pata de palo, hasta ser una historia coral (como lo fue en realidad la de la expedición de Franklin), en la trama adquiere un protagonismo especial el ayudante de cirujano y naturalista doctor Harry Goodsir.
La novela y la serie incluyen varios elementos en la trama que coinciden con los descubrimientos más recientes acerca de la expedición: que los inuit, los esquimales, les observaban atentamente (y les producían pavor: los monstruos eran ellos) o que algunos tripulantes trataron de dar la vuelta y regresar a los barcos varados en el hielo.
Los barcos perdidos y encontrados
El HMS Erebus (1826) y el HMS Terror (1813) son dos de los barcos más legendarios de la historia de la navegación, hasta los mencionan el capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino y Conrad en El corazón de las tinieblas. Eran originalmente unos feos buques de la Armada dedicados a bombardear objetivos, para lo que portaban grandes morteros además de cañones. El Terror de hecho sirvió en la guerra de 1812 contra EE UU y participó con la flota de Cochrane en el bombardeo de Fort MacHenry (Baltimore) que inspiró el poema The star spangled banner convertido en el himno nacional estadounidense. Los navíos fueron adquiridos por su fortaleza para expediciones polares y se los reforzó a fin de que fueran capaces de sobrevivir en el hielo. Juntos sirvieron en la expedición de James Clark Ross de 1840-1843 a la Antártida en la que Crozier mandaba el Terror. El volcán Erebus y el monte Terror fueron bautizados en honor a ellos. También hay un cráter Erebus en Marte que recuerda al barco. La verdad, ambos navíos tenían nombres bastante inquietantes y que no auguraban nada bueno. Erebus es como denominaban los griegos a una zona del infierno y Terror no precisa de más aclaración.
Para su expedición de 1845, Franklin hizo convertir los buques en prodigios tecnológicos de la época, dándoles aún más solidez, instalándoles calderas de locomotoras para que pudieran navegar no solo a vela sino a vapor y equipándolos con todos los elementos y comodidades (desalinizadoras, estufas modernas, unas despensas pantagruélicas con más de cuatro toneladas de chocolate, incluso equipo de música –un órgano de mano-) que garantizaran pasar sin problemas una larga temporada en el Ártico (que resultó ser en verdad larguísima).
El paradero de los barcos atrapados en el hielo y abandonados fue un misterio hasta que en 2014, tras una larguísima búsqueda que incluyó tecnología punta (el Artic Explorer, un robot submarino), una misión canadiense (Canadá estaba muy interesado en encontrar los barcos para legitimar su soberanía en amplias partes del Ártico) halló el Erebus bajo el agua, a 11 metros, en el Golfo de la Reina Maud. Justo dos años después aparecía también el Terror, en la bahía que, curiosamente, lleva su mismo nombre, al sudoeste de la isla del Rey Guillermo, 92 kilómetros al sur de donde la nota hallada de la expedición de Franklin decía que habían sido abandonados los dos barcos y a 50 kilómetros de donde se encontró el Erebus. Si los movió el hielo flotante o los tripulantes que habrían vuelto, aún se ignora. Se los sigue excavando. Los barcos se hallan en muy buen estado y de ellos se han podido extraer ya objetos como cañones y la campana del buque insignia.
El Gobierno británico cedió la propiedad de los barcos a Canadá en 2017, aunque reteniendo algunas reliquias, cualquier oro que pueda hallarse y el derecho a repatriar los restos humanos. En el hallazgo del Terror fue decisiva la información de un cazador inuit que había visto un mástil sobresaliendo del hielo y en los descubrimientos ha influido el cambio climático que provoca que en la zona el mar esté libre de hielo más a menudo. De momento, no está previsto reflotarlos aunque ahora la serie de Ridley Scott los va a convertir en muy populares.
Babelia
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