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Crítica | La enfermedad del domingo
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El silencio del melodrama

La película no se parece a nada en el cine español

Javier Ocaña

Dos árboles en pleno bosque, uno dominante, el otro a la sombra. Sobre ellos, justo en su tronco, se sobreimpresionan los nombres de las actrices protagonistas. Tras una imagen que se alarga en el tiempo con calma y exactitud, con deseos de marcar una pauta rítmica y de ofrecer un estilo, otra figura emblemática: una pequeña entrada a una cueva que no es sino la de la maternidad, forma de vagina, inquietante, secreta, enigmática, misteriosa. Detrás de estos primeros minutos de película hay un director con pulso, también con las ideas claras de lo que quiere contar y, sobre todo, de cómo lo quiere contar. Ramón Salazar y La enfermedad del domingo: simbolismo, atavismo, color, pausa, gusto, búsqueda. El arrebato del silencio. El grito del escarmiento y de la redención.

LA ENFERMEDAD DEL DOMINGO

Dirección: Ramón Salazar.

Intérpretes: Bárbara Lennie, Susi Sánchez, Miguel Ángel Solá, Greta Fernández.

Género: drama. España, 2017.

Duración: 113 minutos.

En su cuarto largometraje, carrera desigual desde Piedras (2002), su notable y ambicioso debut, Salazar, también guionista, muestra una madurez de fondo y forma otorgada quizá por el tiempo, pero también por el aprieto y la perseverancia. En su duelo entre madre e hija, obra de cámara, pocas localizaciones, aún menos personajes, apenas dos y las sombras de los demás, hay infinidad de valores, empezando por su singularidad. La enfermedad del domingo no se parece a nada en el cine español. Es una película muy trabajada en la que cada detalle sirve para algo, en la que hay una intención dramática en cada palabra y una voluntad formal en cada movimiento de cámara, en cada encuadre, en cada escenario, haz de luz o nota musical.

Sin prisas, sobre todo en su primer tercio, en la que se acumulan ambientaciones —el palacio, el restaurante— que trasladan su relato, quizá consciente de su propio artificio, a un tiempo indeterminado, casi improbable, entre lo remoto y lo futuro. Y con unos diálogos que se alejan de lo obvio, donde sus dos mujeres pueden escupir cualquier línea inesperada que, de pronto, provoca el traslado del relato dramático hasta una descacharrante digresión tonal que la separa de la desdicha con puntuales sarpullidos de humor negro.

Melodrama paradójico plagado de silencios, hasta bien entrado su metraje apenas posee banda sonora musical. Sin embargo, con la soledad de las mujeres en la cabaña de la catarsis, las notas desgarradas punzan la piel e incluso dos canciones suenan desde dentro de la acción para romper la calma con la vehemencia del descontrol. Es el desorden emocional de una madre y una hija que hace tanto tiempo que no ejercen de ello, y que se retan desde su contradictorio estilo: el ropaje insolente del personaje de Bárbara Lennie y el vestido de soberbia y aparente seguridad del de Susi Sánchez. Dos interpretaciones formidables que, desde estos días en la sección Panorama del Festival de Berlín hasta los Goya del año que viene, ocuparán escritos laudatorios.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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