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Crítica | Annabelle: Creation
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El árbol genealógico del terror

El modo de estrujar las gallinas de los huevos de oro en cierto cine contemporáneo hace que los éxitos se convierten pronto en franquicias

Javier Ocaña
Fotograma de 'Annabelle: Creation'.
Fotograma de 'Annabelle: Creation'.

ANNABELLE: CREATION

Dirección: David F. Sandberg.

Intérpretes: Anthony LaPaglia, Talitha Bateman, Stephanie Sigman, Miranda Otto.

Género: terror. EE UU, 2017.

Duración: 109 minutos.

El modo de estrujar las gallinas de los huevos de oro en cierto cine contemporáneo está llevando a un ensanchamiento del lenguaje pocas veces visto. Los éxitos se convierten pronto en franquicias, y de estas van surgiendo ramas en todas direcciones que, finalmente, hay que acabar explicando con una mezcla de nuevas palabras en español y términos ingleses aún sin traducción exacta. Como aquí: Annabelle: Creation es una precuela de Annabelle (2014), a su vez spin-off ―película secundaria, derivada de una principal u original― de Expediente Warren: The Conjuring (2013), sorprendente éxito de James Wan que, por otro lado, derivó en una secuela, Expediente Warren: el caso Enfield (2016), de la que pronto surgirá otro spin-off de la familia original, The nun (2018).

De lo que se trata en este complicado árbol genealógico, aparte del dinero, claro, es que entre tantos destilados haya un proyecto con un estilo común que beba del ideario de Wan, productor en todas ellas, y contente a sus seguidores. Y, en ese sentido, Annabelle: Creation cumple con las expectativas por un sencillo motivo: ni Expediente Warren, la película primigenia que dio sentido a todo, era tan buena como para tener tantos hijos directos e indirectos, ni sus sucesivos desgajamientos han bajado demasiado el listón. El resultado es una película que, como no podía ser de otro modo, huele a ya vista y oída, pero que se las ingenia bien para trasladar a la platea un universo inquietante, al menos en parte.

Como una especie de variante rural del gótico sureño, ambientada en una granja reconvertida en orfanato religioso para niñas y adolescentes, la película sabe crear un espacio físico con cierto poder para el desasosiego ―la belleza sombría de la casa y cada una de las habitaciones―, un espacio humano con posibilidades terroríficas ―un padre ultraconservador, una madre desgajada del fantasma de la ópera, una cría con secuelas de la polio― y un terrible trauma que sobrevuela toda la película, narrado con potencia narrativa en la primera secuencia del relato.

Por contra, David F. Sandberg, al frente de la dirección, y reclutado por la franquicia tras ofrecer bastante con muy poco en la meritoria Nunca apagues la luz (2016), yerra en algunas soluciones visuales que enturbian un conjunto de todos modos digno, caso de los horrendos efectos de sonido para distorsionar voces, y el maquillaje con aspecto de criatura ennegrecida salida del infierno de una cría que, por sus rasgos y su rictus, como simple niña fantasmal, daba infinito más miedo.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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