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Espías como nosotros: John le Carré y Ben Macintyre

Los escritores analizan la nueva era del espionaje, y el papel de Trump y Putin

A la izquierda John le Carré junto a Ben Macintyre durante su almuerzo en Bristol.
A la izquierda John le Carré junto a Ben Macintyre durante su almuerzo en Bristol. Tom Jamieson (The New York Times)

Su tema es el espionaje. Sus obsesiones son el secreto y la traición. Son ingleses, de un determinado origen, viejos amigos, que se admiran mutuamente. Uno escribe novelas; el otro, obras de no ficción. Al hablar, forman frases prácticamente perfectas.

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Ben Macintyre

Las conversaciones entre John le Carré y Ben Macintyre son inevitablemente cálidas, interesantes, ingeniosas, discursivas, cómplices y chismosas, aunque sus cotilleos suelen estar relacionados con el espionaje y son más selectos que los de cualquiera de nosotros. Quedaron hace poco, en un día cualquiera de la semana iluminado por ratos de sol, para almorzar en un reservado de un hotel boutique situado en Bristol. Le Carré, de 85 años, acudió desde su casa de Cornualles (tiene otra en Londres) en un coche conducido por el empleado que tiene su familia para ocuparse del jardín y otras tareas al aire libre; Macintyre, de 53, llegó en tren desde Winchester, donde había intervenido en un festival literario.

Como de costumbre, ambos estaban en pleno frenesí de proyectos, acabando unas cosas y empezando otras. Le Carré, que en sus 56 años de escritor, y casi por sí solo, ha hecho que las novelas de espías pasaran de ser meros libros de entretenimiento a ser auténticas obras de literatura, publica en septiembre en Reino Unido (en enero en España) una nueva novela, El legado de los espías (Planeta). Para entusiasmo de sus admiradores, es una especie de colofón a El espía que surgió del frío (1963), la tercera de sus dos docenas de novelas y la puerta por la que muchos lectores entran en su obra y se vuelven adictos a Le Carré.

Por su parte, Macintyre es desde hace años columnista en The Times de Londres y autor de 11 libros de no ficción, elegantes, acreditados y llenos de ironía; en los últimos años ha publicado varios sobre el espionaje británico en el siglo XX. Valora enormemente las cosas divertidas y absurdas. Su último libro es Los hombres del SAS, sobre los orígenes de las fuerzas especiales británicas, y ahora está trabajando en otro nuevo, sobre un caso de espionaje en la Guerra Fría.

En sus primeras obras, Le Carré presentó una hipótesis que fue toda una revolución: que los espías del Este y de Occidente eran dos caras de una misma moneda deslucida, igual de malos. Con la caída del Muro de Berlín, el autor perdió el andamiaje que sostenía su ficción. Sus libros posteriores son más airados, más polémicos, con una visión del mundo más oscura, en la que, a menudo, Estados Unidos es el villano.

El legado de los espías regresa al pasado desde la perspectiva del presente. Mayor y jubilado en Francia, el antiguo espía Peter Guillam, viejo conocido del atento lector de Le Carré, tiene que responder por unos pecados largo tiempo enterrados cuando los hijos adultos de las dos principales víctimas de El espía que surgió del frío, de pronto, presentan una demanda contra los servicios de seguridad. Guillam se ve obligado a revisitar los turbios preparativos y justificaciones de aquella operación. George Smiley también reaparece en la novela.

En Reino Unido el nuevo libro es todo un acontecimiento literario. El 7 de septiembre se celebrará en el Royal Festival Hall de Londres una lectura con sesión de preguntas y respuestas que será retransmitida en directo en cines europeos —en España, será en los cines Yelmo de Barcelona (Icaria) y Valencia (Mercado de Campanar)—.

El verdadero nombre de Le Carré es David Cornwell. Adoptó su seudónimo para poder conservar su trabajo oficial —como espía de su país, una tarea que llevó a cabo en los años cincuenta y primeros sesenta— y, al mismo tiempo, mantener separada su identidad de escritor.

Pregunta. Hacía mucho que no escribía sobre la Guerra Fría. ¿Por qué ha querido volver a ella ahora?

John le Carré. Porque me da la impresión de que, como dice Smiley al final del libro, resulta que lo que sucedió entonces no sirvió de nada. Los espías no ganaron la Guerra Fría. Al final, su labor no valió absolutamente para nada. Quería aplicar a los personajes la experiencia de mi propia vida y examinar qué fue de ellos desde un punto de vista humano, humanitario. Y después situar toda la historia en este vacío en el que vivimos ahora, que está ocupado por unas fuerzas verdaderamente amenazadoras. Lo que caracteriza el periodo de la Guerra Fría es que, por lo menos, teníamos una misión que nos definía. Ahora, nuestra misión es sobrevivir. El factor que une a Occidente es el miedo. Todo lo demás es discutible.

P. Ben, usted ha dicho que la obra de David influyó mucho en que empezara a interesarse por el mundo del espionaje. ¿Cuál fue la primera novela suya que leyó?

Ben Macintyre. Creo que fue El espía que surgió del frío. Me afectó profundamente. Siempre he pensado que los libros tenían que estar basados en unas experiencias reales. No es casual que varios de nuestros mejores escritores fueran además espías: Greene, Somerset Maugham, Ian Fleming, Priestley y tú, David. Son personajes que inventan un pasado, inventan un presente e intentan imaginar un futuro.

J. L. C. Y además hay que tener en cuenta todas las variaciones del carácter de una persona. ¿Puede ser así? ¿Puedo convertirle en esa otra persona? En realidad, todos esos detalles son los que de verdad preocupan a un novelista. Una de las cosas que me fascinan del mundo de los servicios de inteligencia es que es un auténtico reflejo de la sociedad para la que trabajan. Si quieres estudiar la psicología de una nación, examina el mundo de los servicios secretos.

Cuando eran jóvenes, tanto Le Carré como Macintyre fueron abordados por los servicios de inteligencia británicos, que quisieron reclutarlos. Sus experiencias fueron totalmente distintas. Le Carré, que venía de una infancia horrible, con un padre que era un famoso estafador, se apuntó. Macintyre, a quien se lo propuso un profesor durante su último curso en Cambridge y que acudió a una entrevista con alguien llamado Comandante Halliday, se resistió.

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J. L. C. Ben procedía de una familia sólida, un buen ambiente, un padre interesante, todo eso [el padre de Macintyre era catedrático de historia en Oxford]. Yo, en cambio, tenía la curiosa sensación de que necesitaba una institución estable, incluso una especie de institución paternalista. Quiero decir que, aunque mi familia era de clase media, era un entorno de delincuencia. Y eso hizo que a los espías les interesara mucho reclutarme, porque llevaba el latrocinio incorporado de fábrica.

B. M. Lo mío fue el típico toquecito en el hombro. La verdad es que fue bastante divertido. Un profesor al que no conocía demasiado se me acercó corriendo y dijo: “¿Qué va a hacer usted después de la universidad?”. “No lo tengo claro”, respondí. Y dijo: “Bueno, el Foreign Office [Ministerio de Exteriores] tiene algunas áreas que son distintas de las demás. En cierto sentido, sin ser distintas del propio Foreign Office”. Siguió así unos cinco minutos. Por supuesto, yo sabía exactamente a qué se refería, pero nunca llegó a decirlo con todas las letras. De modo que fui a Carlton House Terrace [donde el MI6 tenía unas oficinas]. Está claro que había varios Comandantes Halliday porque conozco a otras personas que se entrevistaron con otros Halliday. El mío llevaba calcetines y sandalias, algo que me inquietó bastante. Me sentí halagado e interesado, y es probable que David tuviera la culpa de mi interés, con unos personajes tan tan fascinantes y corruptos. Me refiero a que hay en los servicios de inteligencia británicos un elemento sórdido, como a la deriva. No sé si hace que la gente pierda el rumbo o si hay que haber perdido ligeramente el rumbo para querer dedicarse a ello.

P. ¿Qué ocurrió entonces?

B. M. Fui a otra reunión.

J. L. C. ¿Y no te invitaron a comer?

B. M. No, no hubo comida. Me disponía a irme a Estados Unidos, y no me vi trabajando en ello. Pero me pareció fascinante, como escritor de no ficción. Escribir sobre este mundo te permite abordar las mismas cosas que suelen tratar los novelistas: lealtad, amor, traición, romance, aventura. Y como los espías se inventan su propio mundo y, con frecuencia, su pasado, su credibilidad como narradores es escasísima. Todo eso es un maravilloso telón de fondo de verdades y mentiras sobre el que trabajar.

Las novelas de David son tan extraordinarias porque están llenas de verdad emocional y psicológica, pero son novelas, desde luego. Y lo que yo intento hacer en mis libros es escribir algo que se lea con tanta fluidez como una novela, pero que se atenga por completo a lo que sucedió.

P. ¿Existe algo en la psique británica que convierte el espionaje, o al menos la duplicidad, en una perspectiva seductora?

B. M. Sí, los británicos somos especialmente susceptibles a la doble vida, ¿verdad? ¿Será porque somos una cultura teatral e infiel?

J. L. C. Yo creo que es porque la hipocresía es el deporte nacional. En nuestra clase social, en mi época, el colegio privado era un proceso deliberadamente brutal que te separaba de tus padres, y tus padres eran cómplices de ello. Te llenaban la cabeza de ambiciones imperiales y luego te soltaban en el mundo con un sentimiento totalmente elitista y un corazón de hielo.

B. M. No existe nadie más dotado para el engaño que un británico educado en un colegio privado. Es capaz de estar a tu lado en la cola del autobús y estar sufriendo un ataque de nervios gigantesco sin que tú te enteres de nada.

J. L. C. Cuando te has convertido en ese niño paralizado pero, por fuera, eres un tipo aparentemente normal e incluso encantador, existe dentro de ti un gran erial que está esperando a que alguien lo cultive.

P. David, usted ha hablado de su infancia, de su padre, que era un tremendo delincuente, de que le enviaron a un internado cuando tenía cinco años y de las mentiras que dominaban toda su vida. ¿Cómo influyó todo eso cuando el MI5 le reclutó?

J. L. C. En mi niñez, la verdad no existía. Todos participábamos en las mentiras. Para llevar la casa sin dinero era necesario mentir todo el tiempo: al dueño del taller, al carnicero, en todas las tiendas del barrio. Y luego estaba el elemento añadido de la clase social. Mis abuelos, mis tías y mis tíos eran de clase obrera: peones, albañiles, ese tipo de cosas. Uno de ellos instalaba postes de telégrafo. Crearse un personaje simpático, bien hablado y con grandes dotes sociales, como hizo mi padre, no era cosa fácil. Cuando yo estaba en el internado, tenía que mentir sobre la situación de mis padres.

B. M. ¿Lo que acabas de describir es el origen de tus novelas? ¿Tu capacidad de imaginarte como otra persona?

J. L. C. Sin ninguna duda. Quiero decir: la infancia, a mi edad, no es excusa de nada. Pero es cierto que mi infancia fue aberrante, peculiar, itinerante y completamente impredecible. Cuando estaba en el internado, no sabía dónde iba a pasar las vacaciones. Si mi padre decía que iba a venir a buscarme para pasar el día, había muchas probabilidades de que no lo hiciera. Así que yo les contaba a los demás chicos que me lo había pasado estupendamente con él cuando, en realidad, había estado sentado en un campo por ahí. La mezcla de soledad e incertidumbre fue muy fecunda. Y a eso hay que añadir el asombroso elenco de personajes deshonestos que pasaban por la vida de mi padre. Era inevitable que me encerrara en mí mismo y me inventara historias. Y no hay que desdeñar la herencia genética que recibí de él, de un hombre que, cuando la policía estaba buscándole, o se había declarado en bancarrota, o Dios sabe qué, y que había estado en la cárcel, se atrevió a presentarse como candidato al Parlamento. Tenía una inmensa capacidad de inventar. No tenía ninguna relación con la verdad. Hablaba conmigo por la mañana, y yo le llevaba la contraria, y por la noche me aseguraba: “Eso no es lo que te he dicho”.

P. ¿Ve paralelismos con la idea de verdad del presidente Trump?

J. L. C. Exacto. Trump es el modelo más reciente. Antes fue [el magnate británico de la prensa] Robert Maxwell. Los paralelismos son extraordinarios. Mi hermana también reconoce ese mismo síndrome. La falta absoluta de verdad.

P. ¿Creen que los rusos saben algo verdaderamente comprometedor para Trump?

B. M. Le puedo decir lo que piensan los veteranos del SIS [los servicios de inteligencia británicos, el MI6]: que sí, tienen kompromat [material comprometedor] que le implica. Por supuesto, tienen kompromat sobre todo el mundo. Se supone que acumulan esos documentos para empezar luego a publicarlos poco a poco. Utilizan a un antiguo miembro del MI6, Chris Steele, que es un chivo expiatorio, le cuentan varias cosas que son ciertas, otras que no lo son y otras de las que se puede probar que están equivocadas. De esa forma, Trump puede negarlo a pesar de saber que, en sus fundamentos, la historia es cierta. Y se queda ya incómodo para el resto de su mandato. Es importante recordar que Putin es un oficial entrenado en el KGB y que conserva su manera tradicional de pensar.

J. L. C. La mentalidad que impera hoy en Rusia, desde el punto de vista de Putin, es la misma que impulsó las conspiraciones más exóticas durante la Guerra Fría. Fue útil entonces y es útil ahora. En cuanto a Trump, sospecho que tienen lo que dicen, porque lo han negado. Si lo tienen y le han tendido una trampa a Trump, tienen que decir: “No, no tenemos nada”. Mientras que a Trump le dicen: “¿Has visto qué buenos somos contigo?”.

B. M. Y luego está esa maravillosa abogada rusa [Natalia Veselnitskaya, que asistió a la reunión con Donald Trump Jr. en la Trump Tower, antes de las elecciones] que parece sacada de uno de nuestros libros, un personaje que puede tener conexiones con el Estado ruso. ¿Quién sabe? Están en ese terreno neblinoso en el que se pueden negar las cosas. Es lo que se denomina una maskirovka —mascarada—, esa zona en la que creas tanta confusión e incertidumbre, tanto misterio, que nadie sabe cuál es la realidad.

J. L. C. Para Putin es una especie de música de fondo que le permite seguir haciendo cosas. Puede que la prueba definitiva sean los documentos que se intercambiaron sobre la Trump Tower de Moscú [que parece que Trump estaba pensando construir], o puede que no. Luego están todos los embrollos del Cáucaso, que son los verdaderamente siniestros. Hay pequeños escándalos que hacen pensar, al sumarlos, que Trump fue a Rusia a pedir dinero. Y eso encajaría con el dato de que no es ni la décima parte de lo rico que finge ser.

Durante la comida, Le Carré y Macintyre hablan de espías a los que conocieron personalmente o de los que han oído hablar: espías rusos, agentes del MI6, dobles agentes y viejos espías jubilados que tienen la costumbre de ir a ver a Le Carré cuando visitan Reino Unido. Macintyre menciona a Kim Philby, protagonista de su libro Un espía entre amigos, publicado en 2014, y miembro del famoso grupo de agentes dobles de los años cincuenta conocido como Los cinco de Cambridge. En el primer viaje que hizo Le Carré a Rusia, a finales de los ochenta, le dijeron que podía entrevistarse con Philby, que había desertado y vivía en Moscú (Philby murió en 1988).


J. L. C. Fue antes de la caída del muro, y nuestro embajador intercedió ante Raisa Gorbachov. Me presentaron a mucha gente como el acompañante ruso de Philby y otros espías. Entonces me ofrecieron la oportunidad de conocerle a él. Sentí un arrebato de odio. Pensé: “¿Quiere verme? Pues no le voy a dejar”. No me apeteció servirle de consuelo.

B. M. ¿Te arrepientes ahora, David? ¿Crees que deberías haber ido?

J. L. C. Por pura curiosidad humana. Pero ahora me da la sensación, como supongo que te la da a ti, de que tengo una imagen muy clara de él. Era mucho más inteligente y encantador de lo normal, y era perverso. Le encantaba lo que hacía. Con las traiciones, estaba en su elemento.

P. Y ahora, David, ¿ha dicho adiós a Smiley?

J. L. C. Smiley me ha dado estabilidad durante mi vida de escritor. Ha sido un ayudante bondadoso y un magnífico compañero de escritura. Creo que es el que tiene la clave para llegar a mí. Supongo que todos los que escribimos, ficción y no ficción, tenemos que identificarnos con nuestro personaje principal; en el caso de Smiley es más como un diálogo. Pero ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Además, tiene alrededor de 120 años.

B. M. Se ha ganado su jubilación.

P. Después del acto en el Royal Festival Hall concederá una entrevista a los medios de comunicación alemanes. ¿Qué hará después?

J. L. C. Creo sinceramente que será mi última intervención en público. Para entonces tendré 86 años, así que debo ser realista. Quizá me queden fuerzas para escribir una novela más. Y, si no es buena, tengo a todo un equipo de revisores implacables que me lo dirán. Siempre he pensado que Graham Greene, por ejemplo, siguió escribiendo demasiado tiempo.

P. Pero, para un escritor, es difícil no escribir, ¿no?

J. L. C. Es lo único que puedo hacer, en cierto modo. No soporto la inac­tividad. No soporto no escribir.

P. ¿Cree que ha completado un ciclo o una etapa de su vida?

J. L. C. Supongo que, para mí, esto es una especie de celebración. Siento que he adquirido por fin la madurez suficiente para afrontar la verdad a solas.

The New York Times.

Traducción: Mª Luisa Rodríguez Tapia.

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