¿Tema del traidor o del héroe?
Elegante y cautivador, la inteligencia de Kim Philby, su 'savoir faire', su capacidad para relacionarse, su maquiavélica imaginación, le llevaron a una carrera fulgurante en el MI6
En la fotografía que ilustra la portada de Un espía entre amigos, ese libro fascinante, adictivo, de los que lamento cerrar cuando los somníferos y los ansiolíticos ya han cumplido su impagable efecto, pero te consuela saber que a la mañana siguiente llenará tu tiempo y ahuyentará provisionalmente tus males, aparece un individuo con gesto sonriente, expresión de triunfador, ataviado con una gabardina (Burberrys, probablemente) que parece haber sido diseñada para él, una gorra asentada con estilo en su cabeza, terno impecable, zapatos relucientes (¿tal vez Church’s?), la modélica representación de una casta inequívocamente británica. Imaginas el refinado acento de este hombre, sus encantadores modales, su cautivadora ironía, la inquebrantable convicción de que mostrar tus sentimientos es una ofensa a la buena educación.
También nos relata su documentado y magnífico biógrafo Ben Macintyre que su lúdica y permanente afición al dry martini y al whisky de malta durante muchos años formó parte de su largo disfrute de los días de vino y rosas, pero después se convirtió lógicamente en alcoholismo puro y duro, en beber cotidianamente hasta el desmayo, tener que llevarle a cuestas hasta el taxi entre sus amigos incondicionales, que su antigua brillantez y elegancia mundanas se convirtieran en algo tan embarazoso como el espectáculo de tartamudo insolente al que no se le ocurre nada más transgresor y gracioso que comentar el tamaño y la textura de los pechos de alguna de sus anfitrionas en cenas y recepciones del cuerpo diplomáticos, espías de alto standing, la crema de la distinción.
Los orígenes de este cautivador gentleman al que algún demonio interior está corroyendo y haciéndole perder los papeles son transparentes. Hijo de la aristocracia del cada vez más decaído Imperio Británico; educado en la suprema élite que encarnan el colegio Eton y las Universidades de Oxford y Cambridge, cunas de la sabiduría, pero también del poder ancestral; morador de clubes exclusivos, consecuentemente enamorado del críquet, seductor impenitente de mujeres que acabarán pagando trágicas cuentas por su pasión (incluidas las esposas de amigos o colegas) hacia el eterno enigmático y de los hombres que saben valorar una conversación divertida y el magnetismo y la gracia de un chispeante narrador oral.
Despejemos la incógnita. Ese hombre se llamaba Kim Philby. Su inteligencia, su savoir faire, su cultura, su capacidad para relacionarse hasta el extremo de que sus interlocutores le confiaran los secretos más trascendentes, su inquebrantable complicidad y los compartidos gustos y rituales con amigos de clase y del alma (hasta donde pueden exhibir su alma los caballeros al servicio de su Graciosa Majestad), su maquiavélica imaginación, su audacia, le destinaron a elegir la exótica profesión del espionaje, a una carrera fulgurante en el MI6, al histórico y glorioso servicio de la patria, inicialmente con el propósito de derrotar a Hitler y después enfrentándose al depredador comunismo en la Guerra Fría, dedicando su poderoso cerebro y sus convicciones democráticas a la defensa de la sagrada Inglaterra, del presunto mundo libre, de la civilización occidental amenazada por el acoso de los bárbaros.
Es apasionante el recorrido por las siniestras aventuras de Philby, ese extraordinario impostor que se juró a sí mismo lealtad al comunismo desde que tenía 18 años
Durante más de dos décadas, Kim Philby y Nicholas Elliott han compartido infinitas vivencias personales y profesionales a través del convulsionado universo. El segundo ha logrado avances más que meritorios en el espionaje y el contraespionaje que ejercen el plebeyo MI5 y el refinado MI6, ambos en fraternal aunque a veces sinuoso contacto con la CIA y el FBI, contra los enemigos comunes, el ogro nazi y el ogro soviético. Trabajar juntos les resulta igual de grato que su íntima amistad, la protección del otro, y varias toneladas de alcohol que han trasegado juntos en veladas siempre memorables, festivas y cómplices. Un espía entre amigos comienza por el final de esa amistad traicionada. Philby y Elliott montan su última cita en Beirut un día de enero de 1963. Así la describe Macintyre: “Mientras cae la noche, prosigue el extraño y letal duelo entre estos dos hombres vinculados por la clase, el club y la educación, pero separados por la ideología; dos hombres con formación y gustos casi idénticos, pero con lealtades encontradas; los enemigos más íntimos. Para alguien que escucha a escondidas, la conversación parece exquisitamente refinada, un ritual inglés ancestral consumado en tierras extranjeras, pero en realidad se trata de una pelea despiadada a puño limpio, la agonía de una amistad sangrante”. El MI6 ha descubierto con pruebas inapelables la identidad del topo más demoledor que han tenido nunca; del hombre que les ha engañado, manipulado y traicionado durante 25 años; un maestro de la simulación llamado Kim Philby, la pieza más valiosa del KGB en esa interminable y letal partida de ajedrez.
Y es apasionante el recorrido por las siniestras aventuras de Philby, ese extraordinario impostor que se juró a sí mismo lealtad al comunismo desde que tenía 18 años, al igual que el resto de topos de Cambridge, destinado en su huida a Moscú cuando se derrumba la máscara (fuga que puede haberle conseguido el KGB, o tal vez facilitada retorcidamente por el propio MI6, intentado paliar un escándalo de efectos demoledores para Inglaterra), a consumirse de aburrimiento y de hastío hasta su muerte en un mundo radicalmente ajeno al suyo, a sentirse como un perpetuo extranjero de sí mismo. Eso sí, provisto de sus pipas, su bufanda Westminster, su mesa favorita de roble y todo el whisky Johnny Walker que deseara beber. Philby se consolaba con este razonamiento: “Siempre he distinguido dos niveles, el personal y el político. Cuando ambos entraban en conflicto, tuve que anteponer la política”. Su biógrafo posee otra teoría: “Philby nunca compartió ni discutió sus opiniones ni con amigos ni con enemigos, su fe se sustentaba sin necesidad de popes ni de compañeros de viaje, en perfecto aislamiento. Se consideraba un ideólogo y un lealista. En realidad era un dogmático que no valoraba más que una opinión: la suya”.
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