Michel Franco y la madre española
Desde los tiempos de Joan Crawford, no se veía una madre tan mala en el cine hasta Emma Suárez
Con su quinta película, Michel Franco, el director mexicano más premiado en Cannes, niño mimado de un festival al que definitivamente le ha pillado el gusto, vuelve sobre la realidad de México con una historia cotidiana, muy alejada del subgénero de la narcoviolencia o del infeliz, pobre, bueno y gracioso. Las hijas de Abril lleva la marca chez Franco: otra película sobre mujeres (salvo Chronic), una pasión compartida con Woody Allen, Almodóvar o Bergman, y un estilo naturalista, casi documental, minimalista, directo, que a veces recuerda a Michel Haneke, rodada en orden cronológico y con el sonido ambiente como banda sonora. Es un drama sin aspavientos, sin efectismos, como la vida misma.
Filmada en el México de hoy, concretamente en la turística Puerto Vallarta y en la capital, la historia de una madre española ausente y sus dos hijas mexicanas, una embarazada con 17 años y otra treintañera con problemas de peso y autoestima, contiene una poderosa interpretación de Emma Suárez (Abril) y hay que agradecerle a Franco, como hizo Almodóvar con Julieta (un personaje en las antípodas), que haya encontrado un papel para una mujer de más de 50 años, justo cuando las actrices de Hollywood se quejan de que no hay trabajo para ellas. Y también una novedad sorprendente en la cinematografía mundial, no solo mexicana: una madre villana, un carácter insólito en una sociedad como la nuestra que idolatra la maternidad, que deja a la mismísima Joan Crawford como un inocente personaje de cuento de hadas, algo que Las hijas de Abril no es, precisamente.
El personaje de Abril, joven y todavía deseable, que podría pasar por hermana de sus hijas y verdadero epicentro de la cinta, está dispuesta a todo. Incluso a pasar por encima de su sangre para conseguir sus objetivos que, a mitad de guion, se vuelven cada vez más insanos, rayanos en el desequilibrio o la locura, y que se pueden resumir en uno solo: vivir una segunda juventud. Una meta que, sin caer en el spoiler, cree que puede conseguir gracias a la nieta que acaba de nacer y al novio adolescente de su hija pequeña (por cierto, uno de los personajes más detestables de una película donde los hombres no salen bien parados). La crítica, en su mayor parte favorable –Le Monde calificó la película como la mejor de Franco- ha hablado de drama de una familia disfuncional, de las siempre difíciles relaciones entre madres e hijas, de retrato de distintas caras y edades de la femineidad, incluso del abordaje de problemas fundamentales del continente latinoamericano como los embarazos no deseados o el aborto.
Sin embargo, bajo una trama sutil, no en blanco y negro sino en distintas tonalidades de gris, de una historia que puede suceder y sucede todos los días, aunque no la recojan los periódicos, late otra interpretación que quizá haya rondado en algún momento el subconsciente de Franco: los españoles como villanos, una tradición que no es nueva en el cine mexicano (el más reciente el falso español de Nosotros, los nobles que, al final, resulta ser de Puebla), casi con la excepción de la Maribel Verdú de Y tu mamá también, la mujer feliz que viene a empaparse de vida en México. Franco, aparentemente, no juzga a sus personajes, más bien los compadece o los entiende. Pero la española dispuesta a traicionar a sus hijas mexicanas y a robarles el tesoro, ¿es madre patria o más bien madrastra?
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