El héroe que no lloró a Lorca
La Zaranda y Tribueñe honran la memoria del embajador chileno Carlos Morla Lynch en la obra 'El corazón entre ortigas'
El 1 de septiembre de 1936, los voceros de prensa cantaban el asesinato de Federico García Lorca en la Plaza Mayor de Madrid. Allí y así conoció Carlos Morla Lynch, embajador chileno en la capital, la muerte de su amigo. La historia del diplomático —que la Historia se ha resistido a expandir— es mucho más que su relación, profunda, con el poeta. Fue un héroe, de los de verdad, durante y después de la guerra. El consejero de la institución de Chile en España entre 1928 y 1939 convirtió la embajada, su propia casa, y algunos pisos que alquiló, en refugio para todos los que huían de la violencia política al estallar la Guerra Civil, y en la posguerra. Daba igual del bando que fuesen, él siempre abrió las puertas.
De esa vida nació El corazón entre ortigas, en uno de los laboratorios del SURGE de 2016, la muestra de creación escénica madrileña que este año celebra su cuarta edición. La Zaranda y Tribueñe se eligieron mutuamente para poetizar sobre un escenario alrededor de la figura de Morla Lynch, y plantaron su sello. Un año después, aquel bosquejo se ha convertido en una obra teatral a la que le quedan dos funciones en la Sala Tribueñe, los dos próximos viernes, 19 y 26 de mayo.
Para David García, el embajador en la pieza, esto ha sido una “maravillosa brutalidad” que cuenta con 12 actores para contar como aquel hombre “salvó vidas más allá de trincheras, ideologías y pensamientos, sin rifle en mano”. García, y su voz, tildan de regalo poder llevar a la escena esta parte del pasado de la mano de Paco de La Zaranda y Eusebio Calonge. “En ambos grupos hay una búsqueda de la esencia poética, el ensamblaje fue fácil en este sentido. Para ambos, al final, es el teatro quien decide”. Ambas compañías se caracterizan por teñir el costumbrismo de una lírica sin chantajes emocionales. Muchas veces ha dicho Calonge que su poética nace de lo ordinario.
La reconciliación de supuestos que Morla Lynch hizo en vida —murió en enero del 69 en Madrid—, se materializa en una pieza en la que no solo marcan los diálogos, también lo hacen la música, las luces y las sombras, los silencios. “Hay un binarismo en las trincheras en el que medió Morla Lynch, y que saca al mundo de la dualidad permanente. Lo que él hizo no fue un acto político, sino un acto de amor total”. Apunta el actor a una teoría propia: “Cuando el embajador se enteró de la muerte de Lorca, la transformó en ese acto de amor tremendo que solo puede darse cuando te pones en la piel del otro, un acto poético que no político”. Morla Lynch no tuvo tiempo de llorarle, se dedicó a intentar que cientos de personas no fueran asesinadas en medio de cualquier parte.
De aquellas turbulencias, esta pieza. “El conflicto es una arena teatral tremenda”, sentencia García, aludiendo a que lo que salga de ahí, debe servir siempre para convertirnos, mudar la piel. “Esta obra está concebida desde las entrañas, la mente, y el corazón. Y hacia ahí debe ir”. Una trinidad espiritual que nada tiene que ver con la religión, “sino con la fe en el arte, que a su vez en un ejercicio de fe en el ser humano”.
El tiempo, la atmósfera, la energía, el propio aire que respiran actores y público, juegan un papel clave en esta obra. Se expanden, se dilatan. García recuerda a Paco de La Zaranda arguyendo que su trabajo no es expresarse a través del teatro, sino que el teatro se exprese a través de él. Ser vehículo, y no emisor. En estos minutos, sin personajes ni narrativa clara con principio, nudo y desenlace, 12 personajes viven y mueren y sienten miedo y les corroe la ira y recuerdan y añoran. Todo en una estancia que ha de ser la de Carlos Morla Lynch, y, como los denomina García, su coro de sombras que se precipita hacia el olvido.
Babelia
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