Fortún y Laforet: entre la mujer vieja y la nueva
Un epistolario revela la admiración y el amor entre ambas autoras
En los últimos años de su vida, Elena Fortún se califica como una mujer “vieja” en las cartas que escribe a Carmen Laforet, y morirá con sentimiento de culpa, creyendo haber sido mala esposa y mala madre. Desea para su amiga del alma, 35 años más joven, un futuro distinto; desea que sea una mujer nueva. Pero cuando Laforet publica ese libro, en 1955, La mujer nueva, tanto la protagonista como su autora siguen atrapadas en esa España del franquismo que también aplastó a Fortún, donde no hay diferencia entre sexo y género y los roles que se reparten al nacer aprietan como un corsé.
Un libro editado por la Fundación Banco Santander recoge ahora parte de la correspondencia que ambas escritoras mantuvieron durante cinco años, de febrero de 1947 (Fortún exiliada en Argentina) hasta enero de 1952. Prologado por dos de las hijas de Laforet, Cristina y Silvia, y por la hispanista Nuria Capdevila-Argüelles, las cartas revelan ese espacio íntimo que tuvieron que buscar las autoras en aquellos años para compartir sus inquietudes y sus anhelos, sus miedos y su falta de libertad ante el machismo imperante, un espacio donde no fuera necesario “podar el árbol de los deseos”.
Fortún (Madrid, 1886-1952) y Laforet (Barcelona, 1921-Madrid, 2004) jamás escaparían de esa extraña espiritualidad que decían haber alcanzado, podando el yo para que no crezca y alcanzar así la pureza, una idea “que hoy leemos injusta y castrante”, señala Capdevila-Argüelles, catedrática de Estudios Hispánicos y de Género de la Universidad de Exeter.
“Nosotras”
Y lo corrobora Cristina Cerezales Laforet, hija de Carmen: “Las condiciones en España no cambiaron mucho y aunque ambas se llevaban 35 años la situación fue parecida para las dos”. Fueron, dice Capdevila-Argüelles las que abrieron camino al feminismo actual, tenían una conciencia de grupo. En las cartas aparecen muchas más escritoras, actrices, pintoras de aquel entonces, como Julia Minguillón, Josefina Carabias, Paquita Mesa, María Martos de Baeza, Fernanda Monasterio, Elena Quiroga, Carmen Conde, Matilde Ras, todas “exiliadas del canon”. Como ellas, las dos amigas “tenían también la capacidad y la necesidad de resistir; su obra es la expresión de esa resistencia y el camino de nuestro feminismo”, dice Capdevila-Argüelles.
En las cartas se aprecia una amistad que trascendía su edad y el poco tiempo que se vieron, apenas un par de veces: el enamoramiento, la adoración maternofilial que se profesaban nació de la admiración mutua como escritoras. Fortún está al final de sus días, enferma, no ha tenido una vida fácil: vio morir a su hijo y sufrió el suicidio de su marido con quien compartía una “relación doméstica tensa y desagradable”. Su obra ha influido a toda una generación. Laforet, en cambio, está en pleno éxito, a los 23 años ha conseguido ya el premio Nadal con su obra más famosa, Nada, y se dedica a la crianza de su prole, tuvo cuatro hijos. Pero ambas tienen algo en común, “ninguna se cree escritora, cuando son clave de la literatura; no buscan el encumbramiento ni tienen ansias de fama”, dice Capdevida-Argüelles. “Mi madre sentía cierto rechazo hacia su obra, quizá porque el éxito le llegó siendo muy joven y la paralizó, no se sentía satisfecha con lo que vino después...”, aventura Cristina Cerezales Laforet, también escritora. Ella es la encargada de contar en el prólogo la pequeña aventura para dar con las cartas que Laforet envió a Fortún. La madre de Celia las mandó custodiar a su muerte a una mujer, Carolina Regidor, hija del primer ilustrador de sus cuentos. La familia Laforet dio con ella en una residencia de ancianos y prometió entregarles el legajo, pero murió al caer por unas escaleras. Fue una casualidad la que permitió seguir tirando del hilo: la portada de un libro de Marisol Dorao, Los mil sueños de Elena Fortún, se ilustraba con una foto de la escritora donde aparecía un sobre con una indicación: “Cartas de Carmen Laforet, para entregarle a ella después de mi muerte”. La autora tenía aquellas misivas y no tuvo inconveniente en devolverlas.
Con ellas se ha compuesto un epistolario donde dos mujeres dialogan en la distancia para espantar la soledad, o se preguntan, como Laforet: “¿Por qué escribirá uno. Todas las disculpas que uno inventa para escribir son falsas [...] o incompletas”. “Escribo [...] absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me entrego a ella a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina talla...”. Estaba lejos de ser una mujer nueva.
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