La infancia recuperada
Uno de los blogs más singulares de la literatura española es el de José Andrés Rojo, en EL PAÍS. Nace de un texto, Manual del distraído, de Alejandro Rossi, el intelectual mexicano. ¿Un distraído Rojo? José Andrés Rojo tiene ese aire, sí, como si con él caminaran dos: el distraído y el que no lo es. El distraído es el que espera a que termines de hablar, para saber del todo qué has dicho. Y parece distraído por eso, porque no estamos acostumbrados a ver cómo escuchan los otros.
En el mundo del periodismo (convivimos en EL PAÍS, puerta con puerta; él trabaja en Opinión, es un puntal; yo trabajo a su lado, en otras tareas) escuchar es una aventura indispensable, que no cultivamos por si nos llevan la contraria. Así, escuchando, ha hecho en silencio una obra muy importante entre nosotros, sus compañeros. Si tienes dudas, pregúntale a Rojo. Si se ha perdido ese libro o ese texto, Rojo lo sabrá. Y si tienes una duda razonable sobre qué hacer, si esto o lo contrario, Rojo te va a ayudar.
Entre los casos parecidos de los que se ha disfrutado en esta planta en la que trabajamos se hallan el de Patxo Unzueta, que para nuestra fortuna sigue cerca, y el Javier Pradera, que es como la luz que sigue abriendo nuestra mente a la discusión cada vez que es preciso estar en desacuerdo con nosotros mismos.
Así que es un distraído y no lo es a la vez. Es un observador, un intelectual práctico y también lírico, capaz de pensar como un distraído y actuar como el práctico de los muelles, orientándote entre las olas. Con el conjunto de esos caracteres, que no son tantos, ha escrito ahora ficción, Camino a Trinidad, que presenta mañana en Madrid, editada por Pre-Textos. Aunque ese no sea en absoluto su propósito, ni su pretexto, conecta con otra obra mayor de su vida, la reconstrucción de la vida, y de la obra, de su antepasado, el general Vicente Rojo, que tan importante fue en la historia más difícil de España, la guerra civil, que lo puso al rojo vivo de su apellido.
El exilio al que fue aventada esa familia Rojo hizo que José Andrés, el distraído que no lo es, naciera en Bolivia, país en el que halla entrañado como en un buen sueño. En silencio, como escucha, ha ido elaborando elementos de esa etapa de su vida y ha escrito un libro en el que inventa. Pero la sensación que produce es que no inventa, que revisita recuerdos propios, confundidos con memoria ajena; la ligereza con la que avanza esas imágenes en las ruindades de los chicos se alternan con las emociones, luego frustradas, de las distintas revoluciones que alentaron la vida latinoamericana en los años de esa adolescencia, muestra al otro Rojo, no al intelectual sino al poeta.
Varias veces, leyendo este Camino a Trinidad, este recorrido por la vida de jóvenes que se buscaban para encontrarle sentido al recuerdo que van construyendo, recordé Tumulto, de Hans Magnus Enzensberger. En este libro, que es a la vez un ensayo y un poema, una narración y una epopeya triste, el intelectual, narrador y poeta alemán, revisita esos periodos en los que también se fija Rojo: aquellas revoluciones fueron para todos nosotros, los desencantados de después, el lugar común de la vida que describe Rojo. Y aquí, aunque esos sean fenómenos nostálgicos de la adolescencia, tienen el vigor de una fotografía en colores desvaídos de lo que él vio y de lo que nos emocionó a nosotros.
Pero no es solo eso, claro. El libro está visitado por un personaje esencial, El tío Pepe, un periodista ocurrente y disparatado que parece de otro mundo, de otro territorio y de otro sueño. Solo por ese personaje valdría la pena guardar en la memoria este libro. Ese personaje seguramente existió; y no extrañaría, además, que se hubiera encarnado en uno de esos varios Rojo que conocemos o intentamos conocer.
Pues todo poeta es inasible, es uno y es otro a la vez, y cuando crees conocerlo se diluye en uno que hay más allá. Este Rojo que apareció ahora con su Camino a Trinidad es un muchacho que no había aparecido todavía. Cuando lo he visto lo he imaginado entrar así, con su maleta llena de recortes, como aquel Pradera de nuestros años más jóvenes en EL PAÍS y en cierto modo esa imagen, que está en su novela, me ha llevado a pensar, iluso, que quizá no somos tan mayores porque, como el propio Rojo muestra en su libro, estamos llenos de recuerdos, y aunque sean malos (o buenos) son nuestros, nos pertenecen, y prolongan nuestra vida desde los anhelos de la infancia a lo que contamos luego como si la infancia no se hubiera acabado jamás.
Benditos los que, como Rojo o como Delibes o como Savater, son capaces de recuperar no solo su infancia sino también la nuestra.
Babelia
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