En la salud y en la enfermedad
Eduardo Mendoza es un caballero que no hace alharacas de sus triunfos ni de sus heridas
A los escritores, como al resto de la humanidad, se les conoce mejor en la tristeza que en la salud; cuando pierden que cuando ganan, cuando rabian que cuando aceptan. Y hay excepciones. Una de ellas es Eduardo Mendoza. El triunfo no le hace mella, el dolor lo conmueve, pero de ninguna de las dos acepciones que tiene la palabra vivir hace espectáculo.
No es que le resbalen ambas experiencias, de las que tiene abundantes rasguños o abrazos; es que es un caballero, impasible en la salud y en la enfermedad. No hizo alharacas nunca de sus heridas, ni de sus triunfos se ha alegrado más allá de lo que se alegra un gentleman inglés. Quizá porque este país se ha vuelto (o ha vuelto a ser) plañidero y jacarandoso, hace unos años optó por vivir en Londres, y allí se desenvuelve con todos los atributos de un inglés: viaja en autobús y en metro, y no usa bombín, sin duda porque no necesita ni bombín ni boina ni barretina para ser un señor en todas partes.
En la salud y en la enfermedad, pues, Eduardo Mendoza ha estado siempre en la misma trinchera: la elegancia de pasar por alto su propia presencia para confundirse en la multitud, huir de los aplausos y de la paranoia más habitual de la literatura. En la larga experiencia que tiene este periodista en el trato con su gremio ha visto reclamar el oro y el moro. Jamás vi a Mendoza reclamar ni siquiera lo suyo, mientras que, en casos que no son excepcionales, le vi muchísimas veces reclamar lo de otros. Y esa experiencia enseña que ni cuando tiene éxito en esas demandas, ni cuando fracasa, cuenta qué hizo por quién.
Esa caballerosidad de Eduardo Mendoza lo distingue hasta en la apariencia: su esqueleto se hizo para sus trajes, informales o formales; sin corbata parece que la lleva, y cuando no la lleva ese esqueleto caballeroso del que está hecho le hace parecer lo que es ahora también: un gentleman que cuando llueve o cuando hace sol parece venir de un paraíso que se parece a él: tranquilo, pausado, con esa sonrisa tras la que oculta, a veces, la tragedia que sólo se ve cuando él la cuenta en voz baja y cuando no hay manera de ocultarla porque se aloja en su silencio, en su perplejidad. Su manera de vivir es la elegancia, y esta es la cómplice mayor de su literatura. Otra cómplice es la imaginación. Y hay la sombra más brillante de su vida, Carmen Balcells, su agente. Cómo se hubiera alegrado de la noticia de hoy, tan merecida.
Eduardo Mendoza merece la admiración que se le tiene, y la merece aún más porque ni la necesita ni la busca. Quizá es demasiado decir, pero es legítimo pensar que Cervantes también se hubiera alegrado.
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