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CAFÉ PEREC
Columna
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Después de la Revolución

Enrique Vila-Matas

He ido esta mañana a la exposición El ojo de Baudelaire con el espíritu de quien va a resolver un viejo enigma. En la muestra, que puede verse aquí en París hasta febrero, hay tanto una revisión del paisaje estético francés de mediados del XIX como un estudio de las opiniones de Baudelaire como crítico de arte. El viejo enigma tiene que ver con la carta que el poeta envió en 1865 al joven e innovador Manet, que le había pedido algún elogio a su obra. La respuesta al joven amigo fue sorprendente. Y fulminante. Baudelaire exhortó a Manet a la humildad. Y terminó diciéndole: “No sois sino el primero en la decrepitud de vuestro arte”. Este mensaje ha propiciado siempre especulaciones y hoy facilita más que nunca la extensión de la sospecha de que, aún siendo el autor más paradigmático de la modernidad, Baudelaire nunca fue precisamente un moderno.

Quizás no hayan sido nunca muy detectables los mensajes de desconfianza del poeta hacia las ideas de progreso que trajo la Revolución francesa, pero estos se encuentran emboscados, a buen ritmo, en momentos puntuales de su vida y obra. Fue el más grande de la poesía moderna en cualquier lengua, pero en nuestro tiempo empieza a alineársele con “los Antimodernos” de los que habla Antoine Compagnon: aquellos intelectuales franceses —de Balzac y Bernanos a Breton y Gracq—, cuyo mal humor y seductor ingenio ha ido impidiendo, a través del tiempo, que acabara de cuajar la modernidad.

Recuérdese que al elogiar la obra de un banal dibujante de un diario frívolo —el hoy olvidado Guys, en quien dijo percibir al “pintor de la vida moderna”—, Baudelaire invocó con impertinencia a los figurines de moda, a los de la Revolución, sobre todo. “Como si la Revolución —comenta Calasso en La folie Baudelaire— hubiera sido en primer lugar una buena ocasión para cambiar de vestidos y peinados, un poco más rápidamente que de costumbre”.

Desde luego, solo alguien tan osado como el autor de Las flores del mal podía en aquellos días atreverse a semejante impertinencia. Hoy su provocador gesto se ve tanto como un mensaje de desconfianza hacia la innovación —que a veces solo lleva a cambiar de vestuario— como un aviso profético de futuros fangos ultraconservadores; pongamos Donald Trump, ya que ahora es nuestro figurín de moda.

Algo sí empieza a estar claro en el viejo enigma: “decrepitud” para Baudelaire era sinónimo de cualquier idea de progreso, y por eso al joven Manet le redujo a la condición de primer genio del arte por venir… Tras la visita de esta mañana a la exposición, mi conclusión provisional es la de que Baudelaire tuvo buen ojo y previó regresiones brutales después de tanta fe en el avance. Quizás sea razonable pensar que supo ver esto porque, como todas las personas interesantes, era contradictorio, y su pensamiento complejo andaba cargado de paradojas. Aunque a esta hora de la noche, lo único razonable es lo que, a propósito de las elecciones americanas, acaba de comentarme el recepcionista del hotel.

Los optimistas, me ha dicho, escriben mal.

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