El aura de los libros perdidos
Robadas en estaciones o calcinadas entre las llamas se desvanecieron obras de Hemingway, Gógol y Schulz. Un ensayo recupera su historia
Los manuscritos perdidos han sido un tema literario (o metaliterario) recurrente, una estructura narrativa sobre la que se han construido un buen número de obras, y tras la que se han escondido escritores tan grandes como Cervantes. Como un intrincado juego de espejos que borra las fronteras entre realidad y ficción o como simple cebo para empujar la trama de una historia, el capital creativo y las posibilidades de fabulación a las que invita la desaparición (¿romántica?, ¿desesperada?, ¿azarosa?, ¿irremediable?) de una obra están más que probadas. En un plano más terrenal, se encuentra la erudita pasión académica por incunables, desaparecidos y demás piezas imposibles del gran puzle literario. También, la ágil recuperación de libros “perdidos” en cajones o áticos emprendida por agentes, editores y deudos de insignes escritores ha demostrado el excelente tirón, en este caso comercial y mediático, de la literatura extraviada y recuperada.
Material de leyenda, los manuscritos desaparecidos conforman una singular biblioteca sin solución de continuidad en la era tecnológica
Un poco más allá de las armas de la ficción y de los impulsos románticos del mercado se sitúa la investigación emprendida por el italiano Giorgio Van Straten en su ensayo Historia de los libros perdidos (Pasado y Presente). Compendio de desgraciados avatares literarios, este volumen rescata las historias de ocho legendarios manuscritos desaparecidos. "Los libros perdidos son aquellos que existieron y ya no existen. No son los libros olvidados", aclara Van Straten en las primeras páginas, antes de adentrarse en la reconstrucción de las peripecias y angustias de Hemingway, Gógol, Plath, Benjamin, Lowry, Byron, Schulz y Bilenchi. Las maletas y las llamas son los protagonistas indirectos de esta historia situada en un tiempo anterior al advenimiento de Internet, de los servidores informáticos, de disquetes y lápices de memoria.
Ahí está la bolsa negra a la que Walter Benjamin se aferró hasta su último día en Portbou y de la que no queda rastro alguno, como también se perdió en Collioure el equipaje (y los escritos que se especula que contenía) de Antonio Machado. Cuando los libros viajaban en maletas, el descuido en un tren procedente de París y con destino a Suiza resultó en el robo de los primeros cuentos y la novela en que llevaba tres años trabajando el joven cronista del Toronto Star Ernest Hemingway. Su primera esposa, Hadley Richardson, fue quien sufrió el hurto en 1922, cuando presa de un ataque de sed abandonó el vagón para comprar un agua Evian. Solo sobrevivieron dos relatos (había enviado una copia a una revista para ver si los publicaban). Papa tardaría varias décadas en reconocer que quizá aquella traumática pérdida fue para bien, como le sugirió Ezra Pound. Y si bien aquella maleta del tren que le robaron a la sedienta Hadley nunca apareció, en 1956 el atento director del Ritz de París le devolvió al ya entonces premio Nobel otras dos repletas de papeles que había dejado durante un par de décadas olvidadas en el hotel y que fueron la base de París era una fiesta.
El británico Malcolm Lowry también sufrió varios hurtos de maletas con manuscritos —Ultramarina fue sustraída del asiento trasero del descapotable de su editor, delante de un bar donde aparcaron—, pero las copias de carbón salvaron Bajo el volcán. Lo que no tuvo remedio fue el incendio en 1944 de la cabaña en Canadá donde vivía con su segunda esposa. Allí ardieron las cerca de 1.000 páginas de la versión más depurada de In the Ballast to the White Sea, una obra que representaría el paraíso frente al infierno de su anterior novela en lo que se había propuesto que fuera una versión sui generis de la Divina comedia. Esta obra de Dante y un final entre llamas también están en el corazón de la historia del ruso Nikolái Gógol. El éxito de Almas muertas —la primera parte del infierno, purgatorio y paraíso que pretendía escribir— agudizó la neurosis perfeccionista y el trasiego viajero de Gógol. En 1852 ante su criado, 10 días antes de su muerte, decide quemar las cerca de 500 páginas de su nueva obra. Y parece ser que aquella hoguera marcó la estela para muchas otras que han destacado —casi como los agujeros que dejan las colillas encendidas— en la literatura rusa. Bien por dramático inconformismo con lo que se había escrito, bien por miedo a censura, Dostoievski, Pasternak o Anna Ajmátova hicieron arder sus escritos, según Van Struten. Quizá los archivos del KGB aún deparen interesantes sorpresas y textos inéditos de grandes autores perseguidos. Se especula sobre la próxima aparición de nuevos textos de Shalámov, el autor de los Relatos de Kolimá.
La investigación del italiano Giorgio Van Straten es un compendio de desgraciados avatares literarios
Fuego y censura fue el final al que quedaron reducidas las memorias del gran romántico Byron, pero no por decisión propia, sino por el pudor o el miedo que sintieron tras su muerte su editor, su albacea y hermanastra y un par de amigos —uno de ellos, Thomas Moore, contrario a la quema— a la confesión abierta de su homosexualidad. El poeta Ted Hughes también quemó los diarios de su esposa, Sylvia Plath, para proteger a sus hijos. La novela Double Exposure, en la que trabajaba, también desapareció, según Hughes se la llevó su suegra.
Un destino igual de incierto es el que corrió la novela El Mesías, de Bruno Schulz, y quizá por ello, esta obra ha servido de inspiración para nuevas ficciones de Cynthia Ozick y David Grossman. “Me gustan las novelas que están basadas en historias reales, en libros que realmente se perdieron, no aquellos que se inventan la pérdida”, explica Van Struten por correo electrónico. Fuera de su libro, en la poblada sección de objetos perdidos de la literatura destacan el poema cómico de Homero Margites; la obra de Shakespeare Cardenio, inspirada en un episodio de El Quijote, de Cervantes, o el manuscrito de una novela de Melville, La isla de Cross, que el autor de Moby Dick escribió inspirándose en la historia real de Agatha Hatch, la hija de un farero que rescató a un náufrago que acabó por abandonarla.
Entre copias, manuscritos, versiones, cenizas, versos y maletas crece la historia de lo que pudo ser y no fue, pura carne de leyenda. ¿El ordenador acabó con versiones futuras de esta atribulada historia? “Para mí lo importante es la persona que perdió el libro y las circunstancias que rodearon esa pérdida”, explica Van Straten. “Hoy el robo de un PC puede ser un principio precioso para una historia, ¿no cree?”. Ya escribió Borges que "la biblioteca es ilimitada y periódica".
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