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Reportaje:IDA Y VUELTA

Los ojos de Bruno Schultz

Antonio Muñoz Molina

En su autorretrato a lápiz de 1933 Bruno Schultz parece que mira desde arriba hacia algo que le hace retroceder instintivamente y de lo que no puede apartar los ojos. Podría estar mirando a una de esas criaturas reptantes que surgen de la oscuridad de los rincones en sus dibujos y en sus historias, los hombres perro que se humillan a cuatro patas ante mujeres altivas atreviéndose apenas a besarles los pies descalzos o a tocar sus zapatos de tacón, los enanos y bufones hidrocéfalos que son como adultos regresados a una infancia decrépita y que proceden en línea recta de los Caprichos y los Disparates de Goya. El dibujo está hecho a trazos certeros y rápidos con un lápiz grueso. Detrás del cristal desde donde Bruno Schultz nos mira con su pánico intacto de 1933 advertimos la instantaneidad física de cada línea dibujada, casi podemos escuchar el roce de la punta del lápiz sobre el papel.

Detrás del cristal desde donde Bruno Schultz nos mira con su pánico intacto de 1933 advertimos la instantaneidad física de cada línea dibujada
Drohobycz, el lugar apartado del mundo, se convierte en el mundo para el fugitivo que nunca llega a irse

Cuando uno mira su retrato ve la cara de un hombre que nunca hizo las paces con la vida, le dijo Isaac Bashevis Singer a Philip Roth en 1976. Judío polaco igual que Schultz, doce años más joven, Bashevis Singer se educó en Varsovia y emigró a Estados Unidos en 1935. Bashevis Singer escribía en yídish y a su manera fue siempre un hombre muy religioso, hijo de un rabino; Schultz escribía en polaco y procedía de una familia casi del todo asimilada, y pasó toda su vida en la misma ciudad de provincia en la que había nacido, Drohobycz, que perteneció al Imperio Austrohúngaro y a Polonia y a la Alemania nazi y a la Unión Soviética y ahora es parte de Ucrania. Bashevis Singer, como Joseph Roth, es un cronista de la diáspora judía, un desterrado él mismo que habló siempre inglés con un acento terrible y que hasta el final de su vida siguió escribiendo en el idioma de un mundo arrasado. Hay un exilio del que se marcha y otro del que se queda, del que no se decidió a irse o no tuvo ganas o fuerza de ánimo o la oportunidad de hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Quizás hay caracteres fugitivos y caracteres sedentarios, y hay otros que están entre medias, que planean irse pero nunca lo hacen, que se marchan y vuelven, que encuentran un motivo, una coartada para la inmovilidad, tal vez intuyendo que en ese amago, en esa dilación siempre renovada está el centro misterioso de uno mismo. Bruno Schultz se iba de su ciudad de provincia, pero volvía siempre, capitulaba antes de tiempo, regresaba de las capitales a donde lo habían llevado sus viajes a la vez iluminado y herido, armado de motivos serios para justificar la rendición. Se fue muy joven a estudiar arquitectura a Lwow, que sólo estaba a noventa kilómetros de Drohobycz, pero volvió al poco tiempo, sin concluir nada, aquejado de enfermedades imprecisas, pulmones débiles, los riñones. Volvió a irse, esta vez a Viena, en 1917, en los tiempos crepusculares de la guerra y del final del imperio, de nuevo para continuar los estudios interrumpidos. Pero tampoco duró mucho tiempo, porque a las enfermedades ahora se unía la pobreza, ya que su padre, comerciante de telas, había muerto en 1915, dejando a la familia en una situación precaria. La fatalidad de este barrio nuestro consiste en que nada se realiza nunca hasta su culminación, escribió en uno de sus relatos: todos los movimientos iniciados se suspenden en el aire, todos los gestos se agotan tempranamente y no pueden superar su punto muerto.

Drohobycz, el lugar apartado del mundo, se convierte en el mundo para el fugitivo que nunca llega a irse. En el Círculo de Bellas Artes, donde se muestran los dibujos y los grabados de Bruno Schultz y algunas de sus cartas, también se pueden ver algunas postales de esa ciudad, postales coloreadas de calles y edificios de hace un siglo, una ciudad digna y tranquila, burguesa, de esa modernidad prometedora que debió de existir en el centro de Europa antes de que lo arruinara todo la bestialidad totalitaria.

Las postales en sí mismas, como las fotografías, las cartas, los dibujos, los libros, son reliquias de aquel tiempo, de aquel mundo extinguido. En la imaginación literaria y visual de Bruno Schultz esas calles conocidas y tediosas en las que pasó su vida se llenan de una oscuridad en la que las casas parecen agazaparse contra la noche y el miedo como las figuras humanas. Detrás de las puertas hay bocas de pozos y de laberintos. El escaparate de una tienda vulgar de tejidos puede ocultar burdeles fantásticos y bibliotecas de libros pornográficos tan turbadores que las mujeres de sus ilustraciones cobran vida y tientan a quien abre esas páginas con una forma de deseo que lo hace arrastrarse convertido en animal hechizado y sumiso, como los hombres a los que convertía en cerdos la maga Circe. Las mujeres de Schultz se parecen a las majas venales de los Caprichos de Goya y a las de las novelas pornográficas baratas que encontraría en los cajones de su padre, pero otras veces son las mujeres vestidas a la última moda con las que se cruzaba en las calles de Drohobycz: las mujeres que salían gallardamente sin compañía vigilante después de la guerra, emancipadas de miriñaques y corsés, con faldas cortas, con zapatos de tacón y medias de seda, con sombreros fantasiosos y labios pintados de carmín; mujeres que cruzan las piernas y fumaban en los cafés y trabajaban en las oficinas, que caminan erguidas y resueltas mientras hombres oscuros se apartan amedrentados y las miran de soslayo, o quedan súbitamente deslumbrados por su aparición.

Cómo iba a marcharse Bruno Schultz de Drohobycz, si tenía en esa ciudad una maqueta exacta del mundo. Viajaba y volvía. Daba clases de dibujo en el mismo instituto en el que había sido alumno. Escribía cartas con una letra impecable y diminuta a las mujeres lejanas de las que estaba enamorado. En noviembre de 1942 planeó por tercera vez la huida. Los alemanes ocupaban la ciudad y los judíos estaban recluidos en el gueto. Había escondido sus papeles, el manuscrito de su novela recién terminada, El Mesías. Se había buscado documentación falsa y un salvoconducto para viajar a Varsovia, donde imaginaba que le sería mucho más fácil esconderse. Los monstruos que habitaban la ciudad en sus dibujos y en sus cuentos ahora se paseaban mucho más atroces a la luz del día. Schultz había salido a la calle para buscar algo de comida. Miraba las calles, las tiendas, los lugares de siempre, con la sensación anticipada de lejanía de quien está a punto de marcharse. Miraría al oficial de la Gestapo que se acercó a él para dispararle un tiro en la cabeza y dejarlo tirado en la calle con la expresión de miedo que dibujó tantas veces en sus autorretratos.

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