Obsolescencia programada

El temor, cada vez más razonable, a que una forma de vida sintética o una inteligencia artificial acabe marcando el relevo evolutivo de la humanidad recorre un buen número de recientes películas de ciencia-ficción. Una de ellas, como Her (2013) de Spike Jonze, incluso tuvo la osadía de explotar ese miedo colectivo en tiempos de fetichismo consumista sin recurrir a los modos expresivos de la pesadilla. Otras, como Lucy (2014) de Luc Besson, cortocircuitaron con cierta lucidez el molde genérico del tecno-thriller de acción. Quizá la que se acercó más a las sutilezas conceptuales de una ciencia-ficción de ideas fue la sobresaliente Ex Machina (2015), debut en la dirección del escritor Alex Garland y, sin duda, el trabajo que proyecta una luz más inclemente sobre Morgan, opera prima de Luke Scott.

Como Ex Machina, Morgan está planteada casi como una película de cámara: el cruento incidente que ha tenido lugar en las instalaciones secretas donde se testa la viabilidad comercial de una forma de vida humanoide motiva la llegada al lugar de una analista de riesgo, encarnada por Kate Mara como una suerte de Zona Cero de empatía ambulante. Al minimalismo abstracto de Ex Machina, Morgan contrapone un planteamiento visual, narrativo y dramático mucho más convencional que pronto pone de manifiesto que actores como Toby Jones, Paul Giamatti y Jennifer Jason Leigh sólo están ahí para ser desaprovechados. No hay demasiadas capas, ni matices en el guión de Seth W. Owen que se dirige, unidireccional, hacia una sorpresa demasiado previsible.