El cabaré dadá sigue abierto
El movimiento que estalló las costuras artísticas y literarias y abrió paso al surrealismo sigue vivo a sus 100 años
Dadá es centenario y aún no llegamos a comprender bien su alcance ni su significado. Un cabaré de excesos poéticos, plásticos, escultóricos, musicales y teatrales, con el nombre de Voltaire, fue su cuna en Zúrich durante la Primera Guerra Mundial.
Allí recalaban artistas que huían de diferentes partes de Europa para berrear contra la carnicería, cuenta el crítico de arte Javier Maderuelo. Se requerían hombres nuevos, rudos y saltarines... “Jinetes del hipo”, según Tristan Tzara, que expandieran lo que el artista llamó aquel “microbio virgen”. Eufóricos permanentes en ese “vértice de temperamentos revolucionarios”, que fue la ciudad suiza, en palabras de Richard Huelsenbeck. Asesinos estéticos que pasaran a cuchillo las gargantas de lo que consideraban arte antiguo.
Un compendio de definiciones excesivas e iconoclastas podrían alumbrarnos un poco más a fecha de hoy. Pero solo a modo de trampantojo. Cuando hace un siglo, Hugo Ball lanzó el término en la revista Cabaret Voltaire, con el mismo nombre del antro en que todo comenzó, hacia mayo de 1916, no pudo calibrar el impacto que aquel tifón engendraba. Pero la duda sobre la paternidad de la marca también apunta a Tzara, que dijo descubrir el término dadá en el diccionario Larousse. Luego vendrían más explicaciones: caballo de madera, un doble sí en ruso y otras lenguas...
Su legado perdura como una sombra de ruptura sin fin en la noria de exposiciones que lo reivindican hoy por todo el mundo. Entre Berlín, Nueva York y Santander, donde el pasado jueves se inauguró con fondos de la colección José María Lafuente Dadá, una exposición esencial de carteles, publicaciones e ilustraciones, el rastro dadá, muestra un músculo poderoso y vigente.
Aquel soplo desinhibido se forjó sobre dos ejes, define Maderuelo en el catálogo de la exposición santanderina para la que ha llevado a cabo la investigación. “Una especie de ruido simultáneo” que aunara nombres y focos de todas las vanguardias rupturistas montando escándalos. Así se unieron Francis Picabia, Man Ray, Picasso, Marcel Janco, Kandinsky, Marinetti, Duchamp, Huelsenbeck… O André Breton, que aniquiló el movimiento con su ego megalómano hacia 1922, en pos del surrealismo. Se apuntaron sin dudarlo representantes del cubismo, el expresionismo, el futurismo… Entonando un unísono divergente que se esparció entre Berlín, París o Nueva York. Buscaban una regeneración de la mirada global, contaminada por la que para ellos había sido la peor guerra. “Lo que dadá expresaba era la negación del arte, la cultura o la política en sus formas tradicionales. Asentó las bases conceptuales de su antiarte en la provocación, la ironía, el azar, quiso dinamitar los cimientos de la civilización burguesa europea”, afirma Juan Antonio González Fuentes, comisario de la muestra en Cantabria.
Contra la catástrofe de la Gran Guerra, fin de una época que descompuso la Europa colonial, era necesario alzarse. “Sin compasión, tras la carnicería nos queda la esperanza de una humanidad dulcificada”, escribe Tzara en un manifiesto dadá leído en Zúrich el 23 de julio de 1918.
Se requerían hombres nuevos, rudos y saltarines... “Jinetes del hipo”, según Tristan Tzara que expandieran lo que el artista llamó aquel “microbio virgen”
Y abriendo nuevos horizontes antaño inadmisibles, hoy fundamentales en la digestión del arte contemporáneo. Como la provocación lanzada por Marcel Duchamp con la complicidad de Alfred Stieglitz o el francés de origen cubano Francis Picabia en Nueva York. Al descifrar el poder artístico que poseían los objetos, Duchamp propuso elevar el estatus de los botelleros y los urinarios ante el público. Nada volvería a ser igual. En ese momento copulaba la modernidad con la posmodernidad dispuesta a regar el mundo de bastardías. ¿Qué era el arte? No había respuesta. O sí: sencillamente, dadá.
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