Fin de la historia: vivir más, vivir mejor
Es un genetista, catedrático de bioquímica, nacido en Sabiñánigo, un pueblo de Huesca, cuyos paisanos acaban de dar su nombre a una escuela
Hay personas famosas que rompen el principio de Arquímedes: unas lo rompen por exceso porque desalojan socialmente mucho más de lo que pesan y merecen; otras lo rompen por defecto porque su peso artístico, intelectual o científico es muy superior a la escasa fama que desplazan. Carlos López Otín pertenece a esta segunda clase exquisita de gente singular. Sumergido en la bañera de Arquímedes no derramaría ni una gota de agua. Es un genetista, catedrático de bioquímica, especialista en biología molecular, nacido en 1958, en Sabiñánigo, un pueblo de Huesca, cuyos paisanos acaban de dar su nombre a la escuela donde este sabio aprendió de niño los primeros números, las primeras letras. Se trata de la distinción, entre todas las que ha obtenido hasta ahora, según confiesa, que más aprecia.
Carlos López Otín desarrolla su trabajo en el departamento de bioquímica, situado en el edificio Santiago Gascón, anexo a la Facultad de Medicina de Oviedo. Al abrir cada mañana el laboratorio piensa que algo extraordinario puede haber sucedido esa noche en el cultivo que dejó en el tubo de ensayo el día anterior, un pequeño milagro de la biología, que abra un nuevo camino hacia el núcleo de la vida. En todo caso, si ese milagro se produce, sus gritos de eureka irán a parar a la revista científica Nature, pero los ecos sociales se expandirán en el silencio o caerán como lágrimas en la lluvia sobre la indiferencia general. Este biólogo no está en absoluto interesado en fabricar in vitro un nuevo replicante que presuma de haber visto naves ardiendo más allá de Orión en las puertas de Tannhauser, como sucede en la película Blade Runner, de Ridley Scott, sino que haya fermentado en la retorta algo desconocido aquí en la Tierra, que nos permita vencer al cáncer, retrasar la vejez y desentrañar nuestro genoma para que aceptemos nuestro destino sin perder la dignidad. Los sueños tecnológicos no deben ir más allá de un transhumanismo. En Norteamérica un genoma descifrado constituye ya un regalo de cumpleaños. Por mil euros puede uno obtener el genoma secuenciado, donde está inscrito su futuro. Es como si te echaran la buenaventura molecular.
Tiene un aire de galán maduro y habla de la armonía celular, del misterio de la vida y de lo inútil de la inmortalidad con el tono suave de un director espiritual que trata de convencerte de que no eres más que el producto del sueño de una bacteria que hace 3.500 millones de años decidió dividirse en dos en una charca primigenia de África, y luego comenzó a asociarse con otras para formar células y así luchando sucesivamente entre el azar y la necesidad acabó haciéndote la persona que eres hoy. Uno no sabe si aceptar esta confesión con humildad o con orgullo. Puede que sea más heroico imaginar que hemos sido fabricados con polvo de estrellas, aunque este científico lejos de bajarte los humos insiste en que no estamos diseñados para ser inmortales, pero podemos vivir más y vivir mejor. De hecho, la inmortalidad existe ya en este planeta: la ostenta una bacteria siberiana y nadie quiere parecerse a una bacteria. En cambio, el mito de la eterna juventud podría ser una conquista mediante la clonación terapéutica de los tejidos, que se debe al científico japonés Yamanaka.
Oyéndole hablar de moléculas, del ADN, del genoma con ese tono sugerente, casi embaucador, con un toque de espiritualidad, no lograrías diferenciar la biología molecular de una nueva mística formada por cada una de los billones de células que componen nuestro cuerpo o de una nueva poética producida por el ritmo interior de los miles de millones de nuestras neuronas. Esa es la sensación que obtuve de este científico cuando una tarde de mayo de Oviedo me recibió en la entrada del laboratorio en el edificio Santiago Gascón, que es el reino de su curiosidad, y me llevó hasta el fondo del pasillo donde está su despacho. El ordenador en la mesa frente a un ventanal abierto a un valle y conectado con toda la comunidad científica del mundo era el único objeto que había resistido al aluvión de carpetas que desde las mesas llegaban hasta el techo, invadían todas las sillas y estanterías. “Dentro de esas carpetas duermen todos los sueños que se derivan de nuestro mapa genético”, dijo.
La conversación duró un par de horas y era como si hubiera asistido a un aula de poesía, no de biología, tal vez a la consulta de un director espiritual. Sentado en su despacho Carlos López Otín bajo el cúmulo de miles, decenas de miles de informes metidos en cartapacios, todos elaborados por este científico, pude escuchar su enseñanza como un discípulo, pequeño saltamontes, que acude a recibir la sabiduría del maestro budista, solo que en este caso el maestro que tenía delante no era un monje tibetano sino un ser extraordinariamente realista que era un adelantado de lo que en el futuro serán los consejeros genéticos, cirujanos genómicos e ingenieros de los sentidos. Ante Carlos López Otín tienes la sensación de que te mira como si te conociera hasta el fondo de cada una de tus células, pero lejos de verte como un saco de bacterias, su conocimiento científico te abre al misterio de la vida. Al abandonar el laboratorio oigo a los dioses bullir en el caldo de las probetas.
Babelia
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