Sentirse ridículos
Conciertos y multitudes invitan a reflexionar sobre si el amor propio es el reverso de la vergüenza ajena
Acabamos de pasar en Barcelona de Brian Wilson a Rachel Carson, es decir, del Primavera Sound a la primavera silenciosa, que es lo que queda cuando se acaba la música por decirlo con un verso de Jim Morrison. Del festival musical no es necesario explicar mucho, acaso incidir en que es un Woodstok con madera de Ikea, pero, si no se ha sido suscriptor de Integral cuando en vez de vegano se decía hortelano, vendrá a cuento recordar que Primavera silenciosa era un libro publicado en tiempos de McNamara (el de Kennedy, no el de Almodóvar) para alertarnos del peligro de los pesticidas. A este Robert McNamara (secretario de Defensa de EE UU en plena guerra de Vietnam y presidente del Banco Mundial a continuación) se le va a ver 40 años después, ya anciano, en un documental sobre su persona, The Fog of War, justificando los aspectos positivos de los pesticidas como arma de guerra, la defoliación, el napalm… Eso con banda sonora de Philip Glass, un músico profundamente espiritual para espíritus paganos.
LAS CRISÁLIDAS
En Barcelona, una parte de la crítica musical puso a caldo la actuación de Brian Wilson (tocaba íntegro el disco Pet Sounds con motivo del medio siglo de su grabación), pues les parecía a los expertos que sus cuerpos ya no temblaban de ganas al verle encendido, por decirlo esta vez en palabras de Jurado (Rocío, no Damien, aunque ambos sean Jurados populares). Leyendo aquellas crónicas daba la impresión de que, 50 años después, resultó un poco ridículo ver a Brian Wilson repasar ese disco. Una obra maestra es a la vez un tótem y un tabú. Es verdad que el tiempo nos ridiculiza, pues nos hace creer que pasa, cuando somos nosotros los que pasamos y no volveremos más, como tan explícitamente manifestó Manolo Escobar en el villancico Dime niño.
“Una obra maestra es a la vez un tótem y un tabú. El tiempo nos ridiculiza, pues nos hace creer que pasa”
Pero intentar comprender lo que se ha hecho, preguntarse uno, dibujar de memoria la escondida senda que nunca se ha de volver a pisar, además de ridículo, es legítimo, imprescindible en la lucha contra la crisálida. ¿Qué es Crisálida? Pues un álbum alucinante y desconcertante que acaba de publicar Carlos Giménez a sus 75 años. Carlos Giménez es a nuestro cómic lo que Juan Marsé a nuestra novela. En ambos, el estilo es la actitud, una camisa negra, el rostro abierto porque es una cara de gente que ha venido a dar la cara, el antebrazo apoyado en la mesa y entrenado en la barra.
El estilo es la actitud, y la actitud de ambos es la lealtad al barro del que están hechos. Claro, pertenecen al tiempo de los alfareros. Somos golems, gente de arcilla, la Biblia y Babilonia lo dicen. Carlos Giménez se ha lanzado en Crisálida al metacómic no, a lo siguiente, a lo más lejano para hablar de lo más íntimo, de lo que ahora es él, de lo apabullante que resulta verse viejo en los espejos, reflejado en las caras de los otros. “¿Tú qué entiendes por crisálida?”, pregunta su alter ego en el libro, y el alter ego de ese alter ego contesta: “Cada desilusión, cada disgusto, cada pérdida de fe, cada frustración… te crea un desinterés. Cada engaño que sufres te lleva a la desconfianza, cada desengaño a la desilusión, cada golpe que te da la vida te conduce a la insensibilidad, cada experiencia dolorosa te predispone a no querer ya salir de tu cubil”.
LA MARABUNTA
Pero no hay que ponerse trascendente porque la trascendencia es una forma de indigencia. Trascender es una ridiculez, tal como demuestra la infinidad de momentos trascendentes y hasta históricos que hemos soportado en los últimos tres o cuatro años.
Barcelona resulta un lugar fenomenal para sentirse ridículo, pues es cita periódica de un montón de acontecimientos multitudinarios (exógenos y endógenos), y si existe algo tan devastador que nos ridiculice tanto como el paso del tiempo es el rugido de la marabunta.
No se puede afirmar científicamente que las hormigas rujan ni yendo en caravana ni cuando van en mogollón; pero también es verdad que toda multitud pretende comunicar algo (a sí misma y, sobre todo, a quienes no formamos parte de ella, y a ser posible de ninguna). Dicha función comunicativa la exponía con toda claridad Siniestro Total en una canción: “Cuando ruge la marabunta, cuando la marabunta canta, es que algo está diciendo, es que algo tiene en la garganta”. Aunque si hay una cosa a la que aún mostramos mayor inclinación en general que a hacer el ridículo es a sentirnos ridículos. El amor propio es el reverso de la vergüenza ajena. Decía Proudhon que la propiedad es un robo, así que el amor propio es lo primero que debiera ser expropiado.
EL FUTBOLÍN
Hace unas semanas empezó a decirse que una publicidad italiana de Vodafone protagonizada por Bruce Willis “ridiculizaba” a Barcelona. Claro, eso lo decíamos en esta ciudad, que es la mía (de un modo no proudhoniano). Con Bruce Willis, el mundo pasó de ser una jungla de asfalto a ser una jungla de cristal, de vivir en la oscuridad de una pensión penetrada por las luces de los bares a ser una resplandeciente pantalla de videojuego. Bruce Willis sale en ese anuncio buscando wifi delante de la plaza de toros de la Monumental, delante de un quiosco de prensa que vende banderitas españolas, preguntando en un bar, una vieja le confunde con un tironero…, nadie le atiende porque nadie en el anuncio entiende el inglés, pero una prestación de telefonía le salvará el pellejo. Es una Barcelona muy parecida a la que se veía en El reportero de Antonioni hace 40 años, no en el paisaje, sino en la actitud, en el estilo. Habría que ver cómo caricaturizamos nosotros a los sicilianos.
Precisamente, del dibujante siciliano Alessio Spataro se acaba de publicar en castellano la novela gráfica Futbolín, donde narra la biografía y las aventuras del poeta gallego, larguirucho, republicano, bailarín de claqué y buscavidas Alejandro Finisterre, que se atribuía a sí mismo la invención del futbolín en plena Guerra Civil, mientras convalecía herido en un hospital de Olesa de Montserrat. En el cómic, Finisterre sale muriendo a los 87 años en un hospital de Zamora. Viñetas antes, era un viejo que frecuentaba los bares y se peleaba a puñetazos con los fachas en la calle. Aunque parezca ridículo, estar vivo es un estilo.
Javier Pérez Andújar es escritor, acaba de publicar Diccionario enciclopédico de la vieja escuela (Tusquets).
Babelia
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