Medio mapa
Gracias a una ley de 2003, este año se han estrenado 39 películas colombianas en Colombia: 39
Selva del Vaupés
Cuando yo era niño, y los adultos hablaban a media voz del proceso de paz con las FARC, y los sabiondos insistían en que en el siguiente episodio de Star Wars iba a saberse que Luke Skywalker era el hijo de Darth Vader (“¡no…!”), “colombiana” era el peor adjetivo calificativo que uno podía ponerle a una película. El cine de acá era una especie en peligro de extinción que nadie habría extrañado: poco se oía, poco se veía. Por supuesto, de tanto en tanto irrumpía en los teatros, como un elefante blanco o una patasola, algún largometraje febril con la autoridad de un libro: La mansión de Araucaima, Tiempo de morir, Técnicas de duelo. Pero lo usual era que la verdadera trama, patética pero heroica, sucediera detrás de las cámaras. Que nosécuál había empeñado la vida para hacer su gran obra sobre la violencia. Que nosequién estaba loco.
Ya no. Gracias a una ley de 2003, que ha salvado los fondos del cine hasta el punto de esbozar una pequeña industria, este año se han estrenado 39 películas colombianas en Colombia: 39. Colombia, magia salvaje, un documental expedicionario que prueba que este mapa no sólo ha sido un camposanto sino también un paisaje, estuvo a punto de vencer en la taquilla a los torturados superhéroes de hoy. Y una serie de comedias costumbristas, que celebran “la colombianada” como un rimbombante vecino en chanclas pero con una determinación que es el don de los mercachifles, conquistaron a 2.189.127 espectadores. El cine de autor, que en realidad es el cine estremecido, dio con su público: Violencia, y La tierra y la sombra, Cámara de Oro en Cannes, valieron la pena que puede ser el arte.
Y la premiadísima El abrazo de la serpiente, tercera fábula ejemplar del cesarense Ciro Guerra, compite con ocho títulos misteriosos por una nominación al Óscar a la mejor película en idioma extranjero.
Si uno lo piensa, “extranjero” es la palabra. Pues si algo tienen en común las películas colombianas de 2015 –y quizás, desde hace medio siglo, mucho del arte hecho aquí: “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava…”– es la extrañeza, de extraterrestre, ante su propio país, su propio mundo. Desde hace una década, como cronistas de Indias ansiosos por volver a Europa a dar la noticia, nuestros cineastas han estado yendo a lugares a donde sólo llega la devastadora, vergonzosa minería ilegal: El abrazo de la serpiente sigue a un par de viajeros europeos como Koch-Grünberg o Evans Shultes, con el pulso de sus obsesiones y en su propio blanco y negro, por la violentada pero inexpugnable Amazonía colombiana –el 41% de este mapa, ni más ni menos– en el empeño de leer la selva entre líneas.
Ve, en una tradición que empieza en La vorágine, un territorio mítico desquiciado, sepultado por la historia española. Ve la vegetación recóndita del río, ve las malocas del Vaupés amazónico: lo que jamás hemos visto. Recuerda que ser colombiano es ser extranjero, aventurarse, como cualquier gringo, cualquier europeo.
Cuando yo era niño, y en los periódicos se celebraba que en Cannes le dieran “una cierta mirada” a Cóndores no entierran todos los días, y que por poco habíamos ganado Miss Universo, se les hacía fuerza a las películas colombianas por colombianas, pobres, como al equipo de fútbol de uno –y así perdían, de locales y de visitantes–, y se les reclamaba a nuestros cineastas endeudados que por lo menos gustaran afuera, que filmaran tramas reveladoras para los culposos e insomnes jurados de los festivales europeos. Iba a escribir “ya no”. Pero por lo pronto es justo celebrar que sean tan buenas, tan bravas como El abrazo de la serpiente, pues ese parece ser el mejor camino para que “colombiano” sea nomás un simple gentilicio.
Babelia
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