Aburrido casi todo lo oficial
Sería todo completo si entre lluvia y viento viera películas fantásticas o simplemente atractivas
Aunque la visita a esta ciudad maravillosa por tantos conceptos pudiera revestir masoquismo, terror, mosqueo durante los infames años del plomo, y aunque sintieras un escalofrío al pasear por la idílica Concha sabiendo que allí le habían quitado la vida a otros transeúntes tan felices como tú, o te negaras a degustar su fantástica cocina en lugares donde los bárbaros habían derramado los sesos de gente que estaba en grata o amistosa compañía, la tentación de revisitar San Sebastián en épocas gozosas, grisáceas o muy tristes de tu vida siempre ha sido irresistible para mí. En compañía o solo. Siempre en el mismo refugio, en las habitaciones del hotel Londres que están frente al mar, con la única y trascendental cuestión hamletiana de qué impagable restaurante o bar vas a elegir para cenar cada noche. Y también me siento arrullado cuando tengo un libro amado y cada veinte minutos lo cierro para ver llover o sentir como el viento aúlla.
Cuentan los nativos que nada agradecen más que el sol y el buen tiempo. Que los cielos plomizos y el chirimiri continuo acaban por angustiar, que son territorios propicios a la melancolía, al mal rollo. Y recuerdo que hace muchos años, en el programa radiofónico Hoy por hoy en el que colaboraba, siempre sonreía y flipaba cuando le preguntaba Iñaki Gabilondo a Juan Mari Arzak “¿qué tiempo hace en Donostia?” y este comerciante pragmático, modélico relaciones públicas y cocinero magistral repetía incansablemente: “Un tiempo muy bueno”. Si venías aquí y te encontrabas con una tormenta era problema tuyo.
Y hoy hace un viento de la hostia. Ojalá que tenga problemas todo eso que me da miedo. Como a los habitantes del Paleolítico cualquier invento que les despertara el temor hacia lo desconocido, la inevitable decadencia o la anunciada muerte de lo que amaban. O sea, eso del Twitter, Facebook, sms, whatsapp. e-book y demás elementos de la bendita comunicación universal. Y llueve en plan furioso. Lo que me provoca una milagrosa calma existencial. Y me repito, qué completo sería todo si entre lluvia y viento viera películas fantásticas o simplemente atractivas, de esas que te confirman que aparte del sexo y de la risa, no hay un placer mayor que el cine.
Hace un par de años, sintiéndome huérfano (o sea, sin mis amigos de siempre compartiendo festivales) y sin fuerzas para soportar el cielo plomizo de Berlín en febrero, o la soledad absoluta en ese monumento al hastío del festival de Venecia, harto a mi provecta edad de tragar inestrenable y exótica inmundicia, avalada patéticamente por los que malviven de esas movidas (se llaman críticos, dan clases en las universidades, montan conferencias y coloquios aunque su público sea limitadísimo, se manifiestan en nombre de la sagrada cultura, acaparan subvenciones, se tiran el rollo ante su gremio familiar, sentimental o excesivamente limitado), decidí que solo cubriría el imprescindible Cannes y San Sebastián. Por importancia foránea o nativa, porque sigue viniendo mi entrañable amigo Oti Rodriguez Marchante, porque mi senectud (antes también) solo se siente confortada en hoteles como el Martínez y el Londres. Razones frívolas, lo reconozco.
A cambio de haber restringido mi comparecencia en algunos festivales, me pierdo algunas películas presuntamente excelentes (sin exagerar, muy pocas) que aquí exhiben en la sección Perlas. Y me gustaría haber disfrutado del cine que parieron los creadores de la maravillosa King Kong. Sí, la única película que veían todas las semanas los niños abandonados de Las normas de la casa de la sidra, antes de que Michael Caine les despidiera con aquel emocionante: “Buenas noches, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”.
Acorto para cumplir con mis responsabilidades. No he visto El Apóstata porque los celosos porteros me han dicho que acababa de empezar y ya no podía pasar nadie. He visto una tontería excesiva titulada High rise, que utiliza como prestigioso pretexto una novela del retorcido Ballard para contarnos la lucha de clases en un rascacielos amenazado por el apocalipsis, para que exhiba sin descanso y gratuitamente la primera idiotez presuntamente brillante que se le ha ocurrido al creador sobre la marcha. Y amo a Pixar. También a otros maestros japoneses del cine de animación. Pero la película japonesa The boy and the beast, centrada en un Tokio dividido ente los humanos y las bestias, los segundos más civilizados que los segundos, y la gastada lucha entre la luz y la oscuridad, solo me permite verla y escucharla sin sufrir un ataque de nervios, es tan correcta como previsible.
No sé si este párrafo de esta inexistente crónica es adecuado. Pero tengo la obligación de contar que mi amigo Fernando Trueba pensaba lo mismo de las patrias a los 17 años. Y lo defendía con argumentos tan brillantes como sinceros. Coincidíamos en la grima y el temor que nos provocaba el término patriotismo. Es demasiado inteligente para explicar su certidumbre, pero lo único que perseguían los impolutos, veraces y admirables medios de comunicación era el escandaloso titular. Sospecho que le dan el mismo asco Mas y Rajoy. Tiene derecho. Y que no lo crucifiquen.
Babelia
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