Lincoln Maiztegui, un sabio insaciable
Historiador, escritor y periodista, con un temperamento apasionado, fue un renacentista adaptado al siglo XXI
Una sed infinita de conocimiento, salpimentada por un temperamento muy apasionado, es quizá lo que mejor define a Lincoln Maiztegui Casas (Montevideo, 1942-2015), un sabio de espíritu renacentista adaptado al siglo XXI. Escritor, historiador, musicólogo, ajedrecista, analista de la política, amante del fútbol, conocedor de la filosofía y de otros muchos saberes, fue una eminencia en Uruguay, cuya historia plasmó en su obra monumental de cinco tomos (Orientales, Planeta, 2005-2010), y muy querido en España, donde vivió de 1976 a 1992.
De hecho, su último viaje fue a España, a finales de junio. El motivo oficial era jugar el torneo internacional de Benasque, el paraíso pirenaico del ajedrez, del que fue su primer ganador, en 1981. Pero algunos amigos pensamos que presentía su final y venía a despedirse. El miércoles, cuando Lincoln ya estaba sedado en un hospital de Montevideo donde falleció el viernes por insuficiencia respiratoria y fallo renal, yo terminaba de leer su impresionante biografía de Mozart (Detrás de la máscara, Planeta, 2005), que él definió como su mejor libro. En él desmonta historias muy difundidas —como la supuesta relación tempestuosa de Mozart y Salieri— con un vigor narrativo que refleja su temperamento volcánico.
En constante creatividad
Lincoln vivía en constante erupción creativa. Y esa apasionada sabiduría inundó por igual su amplia obra literaria, las crónicas para este periódico del Festival de Salzburgo, las clases de historia en colegios de Montevideo o las tertulias humeantes hasta el amanecer con amigos, vino, guitarras y los más variopintos temas de conversación, donde era raro que el más sabio no fuera él.
Esa polivalencia cultural explica por qué Lincoln adoró a su madre a pesar de que ella frustró su precoz vocación musical. Le interesaban tantas cosas que el trauma fue leve. Por ejemplo, sabía muchísimo de cine. La última película que vio en Madrid fue La gran belleza, cuyo protagonista es la antítesis de Lincoln: un cínico harto de su vida lujosa y frívola.
Su recio carácter fue compatible con una honradez intelectual que le permitía cambiar de opinión públicamente. Fue antisionista y propalestino hasta 1976, cuando un golpe de fortuna —sufría marginación en Uruguay por motivos políticos— le permitió exiliarse tras jugar la contraolimpiada de ajedrez que la Libia de Gadafi organizó para boicotear la Olimpiada oficial de Israel. En Trípoli, Lincoln quedó marcado por una conversación con un joven libio que le soltó esta frase: “El Corán ordena la destrucción de Israel”. Entonces comprendió que el diálogo con los integristas es inútil, y que Israel es una democracia, a pesar de los graves errores de sus Gobiernos.
Lincoln fue mi predecesor, y por tanto mi maestro, en la dirección de la revista Jaque (1988-1992) y la columna diaria de ajedrez en EL PAÍS (1989-2003). Nuestro último encuentro fue un almuerzo en Madrid, en junio; él seguía hablando con gran pasión de libros, ajedrez, música, política, viajes… y leía compulsivamente, a pesar de su deteriorada salud. Me lo imagino hace un par de semanas, el día que lo internaron en el hospital: seguro que, como cada mañana de su intensa vida, se levantó pensando en cómo podía seguir bebiendo en las fuentes de la cultura. Es una manera muy digna de morir.
Babelia
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