Una herencia envenenada
Confiesa Horovitz que el secreto para obtener una película como 'Mi casa en París' consiste en escoger a los actores adecuados y dejarles hacer
Los seres humanos no vivimos bajo la maldición del destino, sino bajo la maldición de nuestros padres y nuestras madres, se dice en un momento de Mi casa en París, la película que un septuagenario Israel Horovitz ha dirigido a partir de su obra teatral My Old Lady. Se puede hablar de un debut cinematográfico realmente tardío, donde la veteranía de quien tiene tras de sí más de 70 obras representadas bloquea todos los riesgos del cineasta primerizo: antes que esta extraordinaria película, Horovitz sólo había rodado 3 Weeks after Paradise (2002), un mediometraje sobre sus impresiones y las de sus allegados tras la tragedia del 11-S. No obstante, Horovitz, descubridor de actores como Al Pacino y John Cazale en el primer montaje de su obra The Indian Wants the Bronx, de 1967, ya había usado el cine, en calidad de guionista, para explicarse, confesarse y cuestionarse: su guión para Autor, autor! (1982) de Arthur Hiller aprovechaba sus propias experiencias en el pulso para conciliar los rigores de la paternidad con las exigencias de la creación artística.
MI CASA EN PARÍS
Dirección: Isarel Horovitz.
Intérpretes: Kevin Kline, Maggie Smith, Kristin Scott Thomas, Dominique Pinon, Stéphane Freiss, Stéphane de Groot, Noémie Lvovsky.
Género: drama. Estados Unidos-Francia-Gran Bretaña, 2014.
Duración: 106 minutos.
Confiesa Horovitz que el secreto para obtener una película como Mi casa en París consiste en escoger a los actores adecuados y dejarles hacer. Aquí, Maggie Smith, Kristin Scott Thomas y, sobre todo, un Kevin Kline que da toda una lección magistral de flexibilidad entre la vulnerabilidad cómica, el desgarramiento dramático y el patetismo ilustran el aserto, pero no sirven para explicar, del todo, la excelente respiración cinematográfica de esta película. Mi casa en París parte de una premisa propia de comedia de cámara –un tipo hereda una casa en París con venerable inquilina dentro- para ir adentrándose en aguas turbulentas y, en el proceso, va construyendo un microcosmos de humanísimas, e irresolubles, ambigüedades.
Horovitz ha dado el paso tarde y no dice toda la verdad: tras este dramaturgo había un potencial cineasta notable, generoso con los actores, compasivo a la hora de mostrar las fragilidades que pueden convertir la familia en un entorno tóxico. Mi casa en París parece una película ligera, pero, tras su inicial levedad, se oculta un discurso sabio, complejo y doloroso. Una herencia cómicamente envenenada enmascara un legado afectivo recorrido por la tragedia en una idea que, en su sencilla contundencia, encarna la enmarañada síntesis de luz y dolor que conforma toda existencia.
Babelia
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