La distancia entre drama y tragedia
Que el Teatro de la Ciudad se inaugure con tres obras ligadas a ese momento en que el teatro era asamblea ciudadana es excelente, aunque cabe objetar que el programa no reuna una trilogía con unidad temática
La tragedia explica al hombre contemporáneo mejor que el drama. Aunque el catolicismo generalizó en los creyentes la idea de que el ser humano es artífice de su destino (idea dramática por excelencia), el devenir humano sigue pendiente de un hilo, de cuyo extremo ya no tiran Apolo ni las Erinias, sino los grandes tenedores de capital, el azar que lleva a nacer en un barrio enriquecido o en uno empobrecido, o una Ananké sonriente vestida de Chanel.
Antígona, Edipo rey y Medea
Tres espectáculos a partir de dos obras de Sófocles y de otra de Séneca.
Dirección: Miguel del Arco, Alfredo Sanzol y Andrés Lima, respectivamente.
Madrid, Teatro de La Abadía.
De la pertinencia del género trágico dan fe su prestigio creciente y algunos montajes que son leyenda, entre ellos dos tetralogías: Los Átridas, deslumbrante ciclo dirigido por Ariane Mnouchkine, y La sangre de los Labdácidas, saga edípica completada y dirigida por Farid Paya: un maratón de once horas sin desperdicio del que disfrutamos gracias al Festival Madrid Sur, desaparecido de un tijeretazo administrativo. Que el proyecto Teatro de la Ciudad se inaugure en La Abadía con tres obras ligadas a ese momento germinal en que el teatro era asamblea ciudadana es una idea excelente, aunque cabe objetar que el programa reúna dos piezas del ciclo tebano con una del ciclo de los argonautas (Medea), en vez de una trilogía con unidad temática para que el público complete la experiencia paidéutica.
Para imprimir unidad a tres montajes de sendos directores y con elencos diferentes, Eduardo Moreno, Alejandro Andújar y Beatriz San Juan han creado una escenografía oscura, que subraya las connotaciones evidentes del género cuando, en realidad, la tragedia es quebranto repentino de la armonía, luz cegada súbitamente, belleza eclipsada en un clic y espectáculo de la dignidad humana mantenida a despecho de la fatalidad, cuya aparición en un escenario claro y luminoso ofrecería un contraste violento, más interesante.
La Antígona de Miguel del Arco empieza con mucha pasión y poco temple, subrayada por una música inquietante. José Luis Martínez pone las cosas en su sitio con su briosa entrada de clown rematada con un monólogo sobre la arbitrariedad del poder, espléndidamente dicho. Raúl Prieto, que parece un joven Paco Rabal con un pellizco Actors Studio, en su monólogo seco y percutiente ofrece un ejemplo de cómo decir sin dramatismo. Y Manuela Paso, una Antígona cuyo primer diálogo con Ismene se precipita por una senda tremendista, encuentra enseguida el cauce de la expresión justa y serena de su personaje, para rozar la gloria en su monólogo del desamparo postrero. Carmen Machi hace bien lo que se le encomienda, pero no queda claro qué sentido tiene ofrecer una visión de género ambigua de Creonte. El corte de garganta a navaja final atraviesa la linde del grand-gignol.
La Medea dirigida y versionada por Andrés Lima gira enteramente en torno a Aitana Sánchez- Gijón, que hace un formidable trabajo ritual, con el espíritu de Artaud susurrándole al oído.
En su Edipo rey, Alfredo Sanzol pone la carga de la prueba en el texto, que sus actores disparan sentados a la mesa, sin transiciones ni acción, en un ejercicio de estilo extremado.
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