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crítica | La señal
Columna
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Los herederos de Bowman

De potente estilo visual y valioso diseño de producción, esta película comienza casi como una de terror juvenil de metraje encontrado

Javier Ocaña
Laurence Fishburne en 'La señal'.
Laurence Fishburne en 'La señal'.

Que una película independiente, de bajo presupuesto, dirigida y escrita por un joven que apenas acaricia su segundo largometraje, se aventure a asentar su premisa en uno de los episodios más enigmáticos y trascendentes de la historia del cine de ciencia-ficción dice mucho de sus pretensiones, su valentía y, quizá también, su candidez. Bendita candidez. No es solo que William Eubank, autor de La señal, se haya atrevido a indagar en 2001: una odisea del espacio; es que se ha introducido justo en dos de sus elementos más sustanciales y, por qué no, para muchos, indescifrables: la señal de radio que se activa cuando el monolito recibe los rayos de luz solar, y que ejerce de alarma (de señal, como el título de la presente película) para la civilización alienígena que lo puso en la Tierra; y el misterioso simulacro de habitación humana en la que colocan al astronauta Bowman, como si de un animal en un zoológico se tratara.

LA SEÑAL

Dirección: William Eubank.

Intérpretes: Brenton Thwaites, Olivia Cooke, Beau Knapp, Laurence Fishburne, Lin Shaye.

Género: ciencia-ficción. EE UU, 2014.

Duración: 97 minutos

Si cambiamos el monolito y la señal de radio por las pistas informáticas dejadas por un hacker, y la habitación rococó de 2001 por una calcomanía del desierto de Arizona, con sus oscuros bares de servicio, sus vaqueros barbudos de mirada esquiva y sus interminables carreteras adyacentes, casi como un Mad Max posapocalíptico, nos habremos adentrado en el universo de La señal, de potente estilo visual y valioso diseño de producción, que comienza casi como una película de terror juvenil de metraje encontrado, al estilo de El proyecto de la bruja de Blair, y que culmina con ecos evidentes de clásicos modernos de la ciencia-ficción como Cube o Dark City.

Eubank, que en su primera película, la inédita en España Love (2011), ya se había movido en torno al espacio, a la metafísica y a la emoción, se desenvuelve con soltura entre tanto referente, y a pesar de que prefiere la criptografía a la explicitud, quizá para esconder mejor sus hilos sueltos, y de sus evidentes lindes con la pretenciosidad, acaba conformando una obra de innegable mérito. Que los herederos del Bowman de Kubrick, aquel que acabó con las ansias de humanidad de un robot rebelde y orgulloso, sean tres chicos de instituto, de regocijante espíritu juvenil, amistad inmanente, cerebro privilegiado y flequillo rebelde, no deja de tener su gracia, e incluso estar bien cerca de la realidad futura.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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