"El proyecto de la bruja de Blair" provoca desconcierto entre el público del Festival de Cine de Sitges
Era la más esperada, aquella sobre la que más ríos de bites se han lanzado sobre la red, en una muy inteligente operación promocional, y la reacción del público durante su pase el pasado sábado en el Festival de Cine de Sitges fue de rotunda sorpresa, entre el exabrupto de algunos -se oyeron incluso tímidos silbidos en un festival en el que no abundan cuando se exhiben películas de este tipo- y la extrañeza de la mayoría. No es extraño, porque la apuesta de El proyecto de la bruja de Blair, esa película rodada en vídeo por dos avispados estudiantes de cine, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, es de órdago. Pero quien logre sumergirse en las imágenes, siempre aparentemente improvisadas, como de película doméstica, encontrará que el filme tiene mucha miga... y poca sangre, lo que siempre desalienta al público mayoritario aquí. Tanta improvisación, como se comprende fácilmente, requiere en realidad un ingente y muy preciso trabajo de elaboración. Por ejemplo, la interpretación de los tres jóvenes que, cámaras y micro en mano, se adentran en un bosque de Maryland para intentar encontrar la solución para un enigma y se encuentran con lo inesperado es portentosa, sobre todo la de la joven Heather Donahue, más allá de que el filme se rodase como un desquiciado juego de rol. Y, en el fondo, lo que aquí se propone no es otra cosa que un metadiscurso, el trabajo en bruto con los materiales habituales del terror: el asedio de los protagonistas, el valor prodigioso del fuera de campo visual, la noche, la angustia, lo desconocido, las tensiones a que se somete un reducido grupo humano cuando debe enfrentarse a algo que no controla. No es este cronista quien debe dar los premios, es obvio, pero, de serlo, incluiría desde ya esta aviesa y provocadora propuesta entre las máximas favoritas.
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