La máscara de Tutankamón, último desaguisado de la restauración
El teatro romano de Sagunto, la Capilla Sixtina o la pirámide escalonada de Zoser son otras intervenciones polémicas realizadas en antigüedades
Resulta curioso pensar que a lo mejor lo que hubieran tenido que pegarle en su momento con epoxy a Tutankamón no era la barba, sino el pene. Efectivamente, el pequeño (para algunos) miembro momificado del joven faraón se desprendió del resto del cuerpo tras la autopsia realizada por el equipo de Howard Carter y se lo dio por desaparecido hasta que lo volvió a hallar en 2005 Zahi Hawass, a la sazón responsable de antigüedades egipcias, entre la arena del ataúd en que descansaban los restos del rey —se le reincorporó el apéndice, sin que haya trascendido de qué manera ni si se usó adhesivo—. Es probable que la caída de la barba postiza de su máscara le hubiera importado menos al difunto que lo otro...
En todo caso, el episodio del desenganchado de la barba (algo que ya le ocurrió a Carter al manipular la máscara, como muestran las fotos de Harry Burton) y su reparación aplicando pegamento instantáneo, como se haría con la taza de porcelana de la abuela, se ha revelado como una chapuza monumental con el consiguiente bochorno para el Gobierno egipcio, que ha tratado de ocultar y luego de minimizar los hechos, hasta admitirlos el sábado pasado. Egipto teme, lógicamente, que este caso de obvia mala praxis pueda deslegitimar sus seculares reclamaciones de obras maestras faraónicas en el extranjero, como el busto de Nefertiti.
Cuando los conservadores del Museo Egipcio de El Cairo decidieron emplear epoxy por la brava estaban no solo incumpliendo la regla de oro de la conservación que dicta que “menos es más” y que no hay nunca que hacer nada irreversible —“hagas lo que hagas, evita el pegamento rápido”, es un mantra de los restauradores—, sino convirtiéndose en el último eslabón de una cadena de desaguisados técnicos contra las antigüedades.
Así, Tutankamón ha pasado a hacer compañía a otros damnificados. Entre ellos el inefable Ecce Homo de Borja, restaurado con descerebrado amateurismo más allá de todo reconocimiento, o la Virgen María pintada por Veronese en Cena en Emaús (1550), del Louvre, desfigurada irremediablemente en 2010 por dos limpiezas y restauraciones dignas de la peor cirugía estética. O la bella escultura de Jacopo della Quercia de inicios del siglo XV de Ilaria del Carretto, que adorna el sarcófago de la dama en la sacristía de la catedral de Lucca: tras ser sometida en 1989 a restauración —la costumbre de frotarle la nariz para conseguir suerte en el amor había dejado el apéndice sucio—, los expertos denunciaron que el pulido de la escultura de mármol para limpiarla había sido tan excesivo que el moldeado original ha quedado irremediablemente rebajado, dándole un aspecto de copia de plástico.
Un empleado de la Tate tiró en 2004 a la basura una pieza de Gustav Metger
Sin salir de Egipto, la restauración de la pirámide escalonada de Zoser en Saqqara ha causado grandes quebraderos de cabeza también a las autoridades del país al alzarse un clamor contra una manera de proceder que no solo altera sustancialmente la imagen del monumento —dándole un chocante aspecto moderno—, sino que podría haber producido daños estructurales. Un antecedente de chapuza faraónica es lo que hicieron los polacos con el templo de Hatshepsut en la necrópolis de Luxor, convertido en algo parecido a un aparcamiento.
Un caso más cercano es el del teatro romano de Sagunto, cuya restauración realizada por Grassi y Portaceli (1992-1994) dio pie a una polémica más acerba que el asedio de Aníbal. Independientemente de los gustos, la intervención-reconstrucción no era reversible y ha dejado el teatro que no lo reconocería Plauto.
Las chapuzas tienen en el arte contemporáneo una víctima propicia. Un caso notable fue el de la destrucción de parte de la obra Recreation of first public demostration of auto-destructive art, de Gustav Metger, en la Tate en 2004. Un operario confundió la bolsa de basura que formaba parte de la pieza con eso, una bolsa de basura, y la lanzó a un contenedor. Aunque dañada irremediablemente, la bolsa no fue, por suerte, difícil de sustituir…
La polémica ha envuelto asimismo la restauración preciosista de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. El profesor James Beck, que encabezó la protesta en 1993, aseguró que el afán “cosmético” borró incluso sombras que había puesto el pintor para enfatizar dramáticamente las figuras.
Es dudoso si, en este contexto, hay que considerar afortunado al Adán de Masaccio y Masolino de los frescos de la capilla florentina de Brancacci: los restauradores que eliminaron las ramas que le cubrían el sexo (y que seguramente eran originales y no añadidas) retocaron generosamente el miembro viril del personaje haciéndolo de mayor tamaño. Otro caso, que sitúa a Borja y China en el mismo meridiano de estulticia, es el de unos frescos de la dinastía Qing repintados para hacerlos más conspicuos en el templo budista de Yunjie (Chaoyang) en 2013 y convertidos en algo entre el pop art y los dibujos animados.
Esfinge descompuesta
El conservador catalán Eduard Porta, que dirigió el proyecto de restauración de la tumba de Nefertari, recuerda un caso nefasto reciente en el que un valiosísimo Corán del siglo VII fue restaurado como si fuera papiro en vez de papel. Tiempo después, el libro tuvo la suerte de sobrevivir “milagrosamente” a un atentado en el Museo Islámico de El Cairo, cuando la puerta le pasó por encima en la explosión. Porta subraya que en el caso de la barba de Tutankamón se saltaron todos los protocolos y que la pieza tenía que haber sido objeto de un estudio profundo antes de cualquier intervención. “Con las antigüedades no se puede actuar con tanta alegría”.
Si hay alguien que ha sufrido en sus milenarias carnes de piedra la incompetencia de los malos conservadores es la gran esfinge de Giza, víctima de tratamientos invasivos, que en vez de paliar sus sufrimientos la han perjudicado. Porta recuerda la ocasión en que se encontró a unos operarios empleando yeso. “Con ella nunca hay que usar productos que contengan sales, pues aceleran su descomposición”.
Babelia
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