Mi tío Hanns y el nazi Rudolf Höss
El periodista Thomas Harding reconstruye la historia del ‘kommandant’ de Auschwitz y del judío alemán que lo detuvo
La historia que ha convertido al periodista Thomas Harding (1968) en el autor de un best-seller internacional se escondía entre la penumbra de su propia familia. Harding desciende de una saga de alemanes judíos que salvaron la piel al huir a Reino Unido durante el nazismo. De su tío abuelo, Hanns Alexander, sabía que era un bromista algo fantasioso al que los niños adoraban. Fue durante su funeral, una tarde lluviosa de 2006, “cuando ya no podía hacerle preguntas”, cuenta Harding durante una entrevista en Madrid, cuando descubrió que el tío Hanns había sido el hombre que detuvo al kommandant de Auschwitz, Rudolf Höss, en 1946.
Las dudas de Harding, curtido periodista de documentales, le llevaron a indagar en la biografía del hermano de su abuela. “La idea de que aquel hombre bueno pero que no llamaba la atención hubiera sido un héroe de la Segunda Guerra Mundial parecía inverosímil. A lo mejor aquello no era más que otro de los cuentos chinos de Hanns”. Husmeó en cartas, hemerotecas, archivos, grabaciones… corroboró que Hanns había sido un cazanazis del Ejército británico. Por el camino rastreó la vida de su pieza más sobresaliente: Rudolf Höss, el hombre que dirigió tres años y medio el campo de Auschwitz y que, al ser destituido, mostró un burocrático pesar: “Estaba muy ligado a ese campo donde tantas dificultades y abusos tuve que vencer, donde todavía quedaban por resolver tantos problemas pesados”.
Tras años de investigación, Harding trazó dos biografías en paralelo que sortean la tentación del maniqueísmo. “Ambos hombres eran adorados por sus familias y respetados por sus colegas. En ocasiones Rudolf Höss, el brutal kommandant, mostraba cierta capacidad de compasión. Y la conducta de su perseguidor, Hanns Alexander, no siempre estuvo libre de sospecha”. El resultado, Hanns y Rudolf (Galaxia Gutenberg), es trepidante como una ficción y sólido como un ensayo. Se ha traducido a una docena de idiomas y será adaptado al cine. Harding culminó el proyecto en circunstancias terribles, tras la muerte de su hijo Kadian, de 14 años, en julio de 2012. Finalizarlo fue un íntimo homenaje.
Si las biografías de los dos alemanes hubiesen culminado en la adolescencia, Hanns habría pasado a la historia como uno de los hijos de la burguesía judía adinerada. Su padre era el médico de Albert Einstein, Max Reinhardt, Marlene Dietrich o Richard Strauss. Rudolf, por el contrario, nació en la Selva Negra en un entorno desequilibrado por un padre fanatizado y una madre distante. A los 13 se alistó para combatir en la Primera Guerra Mundial, donde fue herido y condecorado. A partir de ahí su trayectoria se desliza hacia posiciones políticas violentas, como los Freikorps (comandos paramilitares de veteranos de guerra).
En la reconstrucción del pasado, Harding combina los perfiles públicos y privados de cada personaje. Hanns da largas y largas a su novia en Londres durante la guerra. Rudolf crea una gran familia (cinco hijos) a la que instala en un chalé desde cuyas ventanas se divisaba el horno crematorio de Auschiwtz I. Nada más siniestro que las inocentes estampas infantiles en el jardín de un lugar donde perecerían más de un millón de personas. El mismo hombre que compartía mesa con ellos era el que escribiría: “Debía permanecer allí de noche y de día mientras sacaban los cadáveres, los incineraban, les arrancaban los dientes de oro o les cortaban el pelo. A petición de los médicos, me tocó observar cómo morían las víctimas a través de los tragaluces de la cámara de gas”.
De antemano, el periodista contaba con el mutismo de la familia del dirigente nazi, que acabó venciendo a fuerza de perseverancia. Más sorpresas le causó cierto rechazo de la suya propia a hurgar en el pasado de su tío. El silencio de Hanns Alexander obedecía en parte a una visión autocrítica forjada con el tiempo. “Creo que no se sentía orgulloso de algunos acontecimientos”, comenta Harding. La detención de Höss el 11 de marzo de 1946 no fue una impecable lección de derechos humanos. Alexander había llegado hasta él después de amenazar a su esposa, Hedwig Höss, con deportar a Siberia a uno de sus hijos. Acreditó su identidad gracias a la alianza de boda. Hanns dio rienda suelta al odio de sus hombres, que apalearon al nazi, escondido en una granja en Gottrupel, con mangos de hacha. En la cárcel, cuenta Harding, “le obligaron a beber alcohol y le azotaron con su propio látigo. En todo momento estuvo esposado, y dado que la temperatura de la celda estaba muy por debajo de cero, los pies descalzos de Rudolf mostraron muy pronto signos de congelación”.
Rudolf Höss compareció como testigo en Núremberg, donde asombró al mundo al reconocer el alcance del plan de exterminio. Después fue entregado a las autoridades polacas, que le juzgaron en marzo de 1947 en Cracovia, donde escuchó sin inmutarse a supervivientes. En abril fue condenado a la horca. Se levantó a pocos metros del chalé y de la cámara de gas de Auschwitz I. Es el lugar que visitaron juntos Thomas Harding y Rainer Höss, uno de los nietos del kommandant, el único deseoso de conocer su pasado. “Este es el mejor lugar que hay aquí. El lugar donde le mataron”, dijo Höss a Harding.
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