Escenografía de la chatarra
Consagrado y discutido por sus obras de gran formato con desechos, el prolífico escultor Carlos Regazzoni conecta la tradición clásica con las formas del siglo XXI
El Paseo de las Esculturas abre La Recoleta, el mítico barrio que se asocia a Borges, Gardel y Evita, al eje museístico más importante de la ciudad, entre Figueroa Alcorta y la plaza San Martín. Sinónimo de elegancia y vanguardia, este pulmón de Buenos Aires alberga ahora también medio centenar de esculturas de gran tamaño con las que Carlos Regazzoni (Comodoro Rivadavia, 1943) rinde homenaje a Saint-Exupéry, a la fauna autóctona americana y al pulso entre hombre y naturaleza, simbolizado en el malón de Azul, histórico ataque sorpresa del cacique Numancurá por el control de las tierras en 1876. Quijotista confeso y lector voraz, el escultor ha creado una escenografía casi teatral para sus peculiares mutantes metálicos sobre la hierba de la plaza Rubén Darío.
La aviación, una de las obsesiones de este ferroviario enamorado de los viejos trenes, queda patente en su taller-vivienda, ubicado precisamente en los galpones de la Compañía de Ferrocarriles Argentinos abandonados en pleno corazón de la ciudad. Flanqueado por la lujosa avenida del Libertador, la estación de tren de Retiro y la Villa Miseria 31 —uno de los poblados chabolistas más conflictivos de América Latina—, el territorio Regazzoni es un triángulo de las Bermudas donde el incombustible ensamblador de metales oficia de cocinero, apadrina nuevos valores artísticos de todas las edades y alimenta la leyenda del indomable que ocupó París con sus hélices y yacarés en los años noventa. Cuando estaba a punto de ser expulsado por las autoridades francesas, supo apoyarse en crítica y público hasta recabar el reconocimiento oficial y hacerse un hueco en museos y colecciones de prestigio. Ahora, mientras sostiene en brazos a Dante, su recién nacido séptimo hijo, gobierna a golpe de soplete un reino construido, como en la canción de Luis Eduardo Aute, con “retales, chapuza y pastiche”.
El artista asume la autoría de más
En uno de los extremos del kilométrico taller tiene su sede ARTEME, el Museo de Artistas Emergentes con el que Regazzoni apoya a jóvenes creadores como Rodrigo Barcos o Julieta Mora. En el hangar opuesto se pueden alquilar salas de destrucción creativa donde los amantes del arte más “rompedores” liberan sus tensiones pulverizando botellas y golpeando planchas de acero como terapia.
El arquitecto Eduardo Ferrari, mano derecha del artista desde hace años, ha dibujado un itinerario invisible que conecta los muchos mundos que se simultanean en Regazzoni: “Para conocerlo es importante saber que él nunca se detiene; mientras arma una pieza grande está pensando en el acabado de un dinosaurio y de paso completa una de estas muñecas. Todo le vale”, comenta en referencia a las docenas de esculturas y fragmentos que asoman entre montañas de cable y virutas metálicas.
Carlos Regazzoni defiende el arte como “un estado de vida” en el que la realización material de la obra es lo de menos: “Veinte minutos bastan” para pintar lo que tarda años en gestarse. Malhablado y gruñón, se ha creado una leyenda de transgresor que contraargumenta citando a los clásicos: “Como dijo Aristóteles, aquel que quiere llegar al fondo de las cosas no puede estar nunca contento. Hay que sentirse Teseo, entrar al laberinto y matar al monstruo y tener el hilo como Ariadna le dio para salir”. Disipa las dudas sobre su dureza de forma categórica: “Soy tirano conmigo mismo. Lo que queda es lo que hiciste. El ente. Algo que otros utilicen para seguir adelante. Muy filosófico, si quieres, pero es fuerte, poderoso”.
Entre sus compradores figuran Antonio Banderas y Madonna
El bodegón del gato viejo es una de las joyas de la corona de Regazzoni, quien a sus 71 años asume la autoría de más de 3.000 esculturas y “4.000 enormes acrílicos”, entre cuyos compradores figuran desde los patricios locales Fortabat hasta Antonio Banderas y Madonna.
Al restaurante, situado en el epicentro de estas vías muertas, vienen a comer polenta con liebre preparada por el propio escultor personajes del todo Buenos Aires y se puede ver a una misma mesa al comisario de arte más de moda, Luis Gimelli, a la cronista del submundo de la pornografía Tatiana Goransky y a Marina Goldwaser, la psicoanalista de moda entre las élites de la cultura argentina. La estética del local de Regazzoni, entre industrial y posbélica, incluye enormes refrigeradores de cerveza Quilmes, pucheros de abuela y una iluminación deudora del cine de terror. Camareros y soldadores deambulan por este vasto terreno olvidado por la cartografía municipal junto a policías a caballo que hacen un alto para comerse unas empanadas de avestruz o proveedores de tesoros imposibles esperanzados con que al midas de los desperdicios le interese lo que en cualquier otro lugar se considera chatarra.
Babelia
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