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México DF ‘en rose’

El libro 'Tengo que morir todas las noches' recuerda la movida gay de los ochenta en la capital mexicana, impulsada por un francés estrafalario que lo perdió todo menos un cuadro de Warhol

Pablo de Llano Neira
Donnadieu, en México en 1976.
Donnadieu, en México en 1976.ALAN CARTER

A principios de julio, en la fiesta de lanzamiento del libro, Henri Donnadieu subió la voz por encima de la música y me respondió que los cuatro cuadros de Andy Warhol que tenía en la megadiscoteca que le cerraron en 1989 se los vendió a un corredor de bolsa. “Pero me queda otro”, dijo contento y arrastrando aún las erres francesas después de cuatro décadas en México. Esta noche vestía un traje italiano y una corbata brillosa de seda que le regaló un pretendiente hace 50 años cuando estudiaba Ciencias Políticas en París.

Donnadieu tiene 71 años y es la figura principal de Tengo que morir todas las noches, una crónica de la movida gay de los ochenta en México DF escrita por el periodista Guillermo Osorno y publicada por Debate. Su relación con el mundo warholiano fue el cénit de la evolución de una vida novelesca de empresario nocturno y promotor cultural que hizo de palanca de una época de apertura gay y de desarrollo creativo en el DF. Fue el cénit y también el borde antes de la caída. Los cuatro cuadros que le compró a Warhol estaban expuestos en la discoteca Metal el día de la inauguración como las joyas de la corona de su carrera. Cuatro días después el gobierno del DF cerró sin motivo conocido la discoteca en la que él y sus socios habían metido casi siete millones de dólares y la era Donnadieu se acabó. Donde estaba la disco que quería ser el Studio 54 de América Latina, hoy hay un simple bar de strippers.

Pero antes del Metal estuvo El Nueve, una discoteca pequeña que fue su gran éxito. Osorno centra la historia en torno al francés y a ese híbrido de bar y centro cultural que estuvo abierto de 1974 a 1989 y que para el autor también funciona de símbolo de los tiempos en que él mismo afirmó su homosexualidad. A principios de los ochenta andaba buscando por su ciudad a gente de su orientación. “Había escuchado decir que en la Zona Rosa se juntaban los maricones y hacía allá me dirigí para tratar de encontrarlos”, escribe en su libro con la distancia entrañable de un etnólogo sexual que a su vez es el propio objeto de estudio.

El bar El Nueve era un centro de desmadre pero también un nicho de vanguardias culturales 

Aunque lo descacharrante fue su manera de conocer El Nueve. Durante una huelga universitaria, Osorno aceptó un trabajo temporal de inspector de licencias y una tarde le tocó acudir a revisar la situación de aquella discoteca. El Nueve tenía los papeles en regla. Ese mismo día por la noche, el joven inspector volvió al bar como cliente: “Tenía los ojos llenos de asombro, pues ese no era el mundo homosexual que yo conocía: vergonzante, clandestino, mugroso. No había ancianos que renunciaron a su vida y se morían por un efebo, sino personas que se veían bien y se divertían; tipos guapos, bien vestidos”. El Nueve se distinguía de la tradicional homosexualidad sórdida en la que los hombres ligaban de forma clandestina en lugares inhóspitos. Osorno pone el ejemplo de una cantina donde a la vez que los clientes procuraban relaciones gay furtivas, se rifaban pollos asados. El Nueve era lo contrario: le daba la cara con distinción y suficiencia a un país en el que por aquellos años la intolerancia era primaria: “Mitin de maricas”, tituló en 1976 un diario en una nota sobre una manifestación de un colectivo gay.

El Nueve fue frivolidad y profundidad. Tuvo el lado simplemente epicúreo de la liberación sexual pero también fue nicho de vanguardias. Empezó como radical chic y terminó siendo eso y un centro de inclusión de corrientes culturales alternativas. Allí se podía ver una película de Jean-Luc Godard o una de Pedro Almodóvar. En El Nueve pintó en vivo el artista inglés David Hockney. Allí podías escuchar música punk y rock con sintetizadores. Era un centro de desmadre pero también de cultura por donde pasaba la vanguardia ochentera local y extranjera. Uno de los que estuvo allí fue el director de cine español Ventura Pons. Fue una noche desafortunada. Un cliente griego fue expulsado del bar por armar jaleo y unos minutos después regresó a la entrada con una pistola. Disparó tres tiros. Uno acabó por accidente en la espalda de Pons, pero no tocó ningún órgano vital. El Nueve era un caos sofisticado en una ciudad que vivía una época turbulenta. La hegemonía política del Partido Revolucionario Institucional se iba resquebrajando. Un terremoto mató a miles de vecinos en 1985. Apareció el virus del sida. Esos fueron los tiempos que protagonizó Donnadieu, una mezcla de pícaro del Siglo de Oro y dandi de Scott-Fitzgerald que. según relata Osorno, también buscaba de vez en cuando la manera de evadirse de todo aquel pandemonio. “Henri fumaba mariguana con un poco de goma de opio y eso le daba la inspiración necesaria para escribir, sentado en su estudio, acompañado de sus pericos”.

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