Desplantes a la hipocresía
Philippe Le Guay reflexiona, siempre en paralelo con la obra original, sobre la realidad de la profesión interpretativa
La vigencia de El misántropo, obra escrita por Molière en el año 1666, no se discute. De hecho, en estos días van a coincidir en las salas de cine y de teatro dos adaptaciones libérrimas, realizadas por el francés Philippe Le Guay, en Molière en bicicleta, y por el español Miguel del Arco, en Misántropo,ambas trasladadas a la época actual. Las relaciones personales, la mentira y la vanidad, sus triunfos y sus fracasos, en un universo de egos, soledades, mediocridad e hipocresía, entre la violencia verbal y la falsa caricia, siempre han estado ahí. Y Le Guay, inspirándose en una idea de Fabrice Luchini, su fabuloso protagonista, un maestro de la contención, de la mirada afilada sin mover un músculo, de la gracia y de la tragedia, lo demuestra con una película que, casi como metáfora de la obra, es mejor cuanto más antipática se hace y peor cuando más agradable quiere ser.
MOLIÈRE EN BICICLETA
Dirección: Phillippe Le Guay.
Intérpretes: Fabrice Luchini, Lambert Wilson, Maya Sansa, Ged Marlon, Camille Japy.
Género: drama. Francia, 2013.
Duración: 104 minutos.
Le Guay, con algunos problemas de montaje (¡esas cortinillas infames!), centra su relato en el mundo de la interpretación: un actor-estrella de la televisión, que representa al personaje de Filinto, la honestidad basada en la cortesía y en la complacencia, en la pura fachada, propone representar de nuevo la obra a un viejo amigo medio retirado de la actuación y del mundo, es decir, Celestes, el misántropo, un enamorado de la verdad, por dura que sea, y en continua batalla contra la idiotez. Un combate ensayístico que sirve a Le Guay para reflexionar, siempre en paralelo con la obra original, sobre la realidad de la profesión interpretativa, “donde no hay amistad, fidelidad ni lealtad”, sobre el elitismo y la popularidad (¿el respeto a la métrica alejandrina o la libertad de actuación?) y, sobre todo, sobre si hay que ser un verdadero misántropo para poder sentir el papel.
En el alambre entre la deliciosa comedia campestre venida a menos y el drama de tesis, Molière en bicicleta se convierte en la notable película a la que siempre aspira cuando se deja de gracietas (el gag del jacuzzi, el asunto de la actriz porno...), y se centra en el soberbio duelo de egos entre los actores. Y lo hace con unos 10 minutos finales sensacionales, que dejan el exquisito regusto amargo y procaz de un buen insulto. El del misántropo auténtico.
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