Un vallenato para la eternidad
Los sones de la música del Caribe colombiano amados por García Márquez,entremezclados con Mozart, sirven de banda sonora para el adiós al escritor
Grandes nubes grises y lentas, sol, lluvia, viento, sol, lluvia... Bogotá fue más Bogotá que nunca para despedir a Gabriel García Márquez. Y lo hizo a ritmo de música clásica y de los acordeones y los cantos de los juglares del vallenato que tanto gustaban al Nobel colombiano.
Como ocurrió en México, el último adiós en Bogotá al más universal de los colombianos tenía que celebrarse donde se ha despedido a los más grandes de este país, en la primera catedral que se construyó en la capital colombiana hace ya dos siglos y en el epicentro de los hechos más trascendentales para Colombia. Pero el protocolo volvió a romperse como el día en que Gabo recibió el Nobel vestido con un liquiliqui. El homenaje solemne que Bogotá preparó rápidamente para “el más colombiano de los colombianos” ocurrió en una catedral, pero sin misa alguna —solo un corto evangelio y un padrenuestro—, una ceremonia laica en esa ciudad que él describió como “de lloviznas heladas donde vivían los poetas”.
Luego, en la emblemática Plaza de Bolívar, sus fieles devotos, que aguantaron el aguacero del mediodía, lo despidieron a ritmo de vallenato en su viaje a la eternidad. Los actos de homenajes se celebraron acompasados con los deseos también de Mercedes Barcha, la viuda de Gabo.
Tal vez si García Márquez estuviera vivo, le hubieran asombrado los sones vallenatos que en la mañana del martes se escucharon a retazos en la fría capital colombiana. Fuera de la catedral estaban los legendarios hermanos López, Navín, que fue rey vallenato en 2002 y Pablo, quien acompañó a Gabo a recibir el Nobel de literatura en 1982, y que hoy, con más de 80 años, honró su amistad tocando la caja. “Cuando escuchaba un vallenato se volvía loco”, recuerda Navín, que conoció al gran escritor en una feria del libro en La Habana.
Bogotá ha cambiado mucho desde que Gabo vivió en ella. Él solía recorrer la Plaza de Bolívar cuando apenas había terminado su bachillerato. Lo hacía una y otra vez metido en unos tranvías de vidrios azules que por cinco centavos lo llevaban hasta la Avenida de Chile. Era su manera de pasar las tardes de los domingos.
Ayer, cuando por el centro de la ciudad ya no transitaba ninguna clase de vehículo, la gente llenó la catedral y tímidamente la Plaza de Bolívar, que pasó de un fugaz aguacero, a un sol picante y de nuevo al aguacero. Los colombianos no hicieron fila —como ayer a la entrada del Palacio de Bellas Artes en México— porque no había una urna a la cual montar guardia de honor. Se acomodaron, entonces, frente a unas pantallas gigantes, donde no se perdieron nada de lo que ocurría dentro de la catedral, a la que solo pudieron entrar los invitados.
Homenaje con la lectura
El miércoles 23 de abril, desde las 9 de la mañana, hora en que nació el Nobel en Aracataca, también el presidente Santos iniciará en la Biblioteca Nacional la lectura en voz alta de la novela El Coronel no tiene quien le escriba, que se leerá de manera simultánea en todas las bibliotecas públicas del país. A Santos le seguirá la ministra de Cultura, Mariana Garcés y luego algunos ministros, escritores y ciudadanos del común. La jornada se extenderá hasta las 3 de la tarde.
Allí estaba Carolina Mallorca, una profesora de español que no alcanzó a entrar a la iglesia pero que estaba feliz. Se vistió de colores para terminar de despedir al Nobel. “Todo esto parece macondiano”, dijo. El Jueves Santo, día de la muerte del escritor, ella, fiel devota, bajó El Quijote de un atril ubicado a la entrada de su casa para subir Cien años de soledad. Luego, en familia, incluida su mamá que tiene 90 años, leyeron Los funerales de la mamá grande.
Desde anoche, las flores amarillas empezaron a llegar a la Catedral Primada de Colombia. Allí llegó el presidente Juan Manuel Santos a las doce del día y con su entrada, la Orquesta Sinfónica de Colombia interpretó la Marcha Fúnebre de Mozart. El Arzobispo de Bogotá, monseñor Rubén Salazar, dijo en un pequeño discurso que en un homenaje a Gabo no podía faltar la iglesia y dio gracias a Dios por una obra inconmensurable. Luego vendría el Réquiem, también de Mozart, una de las obras más conmovedoras del repertorio litúrgico universal, y las palabras del mandatario colombiano. “Las palabras de Gabo han estado siempre en nuestras casas. Cuánta gratitud, cuánta admiración por el más grande exponente del alma colombiana”, dijo.
El cierre fue con vallenato, en especial los que compuso su fallecido amigo Rafael Escalona, a quien mencionó en Cien años de soledad como el heredero de los secretos de Francisco el hombre, que venció al diablo en un duelo de acordeón. Fue con Escalona que en los años 50 recorrió el Valle de Upar y conoció la riqueza de la música popular.
Hace años, el poeta Juan Gustavo Cobo Borda escribió que si se quería hacer un catálogo de las preferencias musicales del Nobel, lo encabezaría el vallenato, pasaría por boleros y llegaría a Bach, las Suites para chelo en versión de Maurice Gendron. Pero sobre todo, los músicos de la Sinfónica tocaron aquello que más tuvo que ver con la vida de Gabo y sus libros, los cantos vallenatos de la costa del Caribe de Colombia. Y el elegido fue la memorable La casa en el aire de su amigo Escalona: “Te voy a hacer una casa en el aire/ solamente pa’que vivas tú, /después le pongo un letrero muy grande/ de nubes blancas que diga Ada Luz”.
Y así, aunque Bogotá haya amanecido fría, estos sones fueron un bálsamo para la tristeza que embarga a Colombia. Los hermanos López, en la calle, le dieron el último adiós. Vendrían entonces La Diosa Coronada, La Patillalera, La creciente del río Cesar y Jaime Molina. Tal vez, con esos versos, los cachacos que resistieron hasta el final, se contagiaron de eso que sentía Gabo cuando escuchaba los acordes: “No sé qué tiene el acordeón de comunicativo que cuando lo oímos se nos arruga el sentimiento”. En una tregua de San Pedro sobre la Plaza de Bolívar cayó un alluvia de mariposas amarillas. Adiós Gabo, la fría Bogotá de tus recuerdos te despide con solemnidad, esa a la que tanto terror le tenías.
Babelia
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