Un príncipe del escenario
Un crítico escribió un día que no se podía interpretar igual si uno se llamaba Lawrence Olivier: Alfredo Alcón estuvo siempre a la altura de lo que nos puede hacer soñar su nombre
Un crítico teatral inglés escribió un día con mucha justeza que no se podía interpretar del mismo modo si uno se llamaba Laurence Olivier, que si uno respondía al nombre de John Gielgud, o de Richard Burton o Marlon Brando. Alfredo Alcón estuvo siempre a la altura de lo que nos puede hacer soñar su nombre. A mí me hizo soñar cuando no le conocía y una amiga pronunció ese nombre y me dijo que el actor que yo andaba buscando era él. Y siguió alimentando mi sueño desde el primer día que le conocí. Y alimentó el sueño de todos y cada uno de los espectadores que le vieron en el cine, en la televisión, y sobre todo en el teatro, y se sobrecogieron, como lo hice yo desde el primer encuentro, ante un gigante del arte de la interpretación.
Los actores son como poetas que escribieran sobre la arena al borde del mar: basta la llegada de la próxima ola para que no quede ni una huella, como al final de una función de teatro, pero pienso que Alfredo rompe esa regla, porque Alfredo, como todos los pocos verdaderamente grandes, sí dejaba huella. Nadie puede olvidar una interpretación de Alfredo, porque quedaba impresa para siempre en algún lugar del espíritu. Yo he podido ver en Buenos Aires, ciudad apasionada de verdad por el teatro y por sus actores, cómo después de una función una mujer con un bebé en los brazos se acercó a Alfredo para que este le impusiera las manos creyendo que así el niño sería afortunado; o anunciar una lectura de los sonetos de Lorca en la Biblioteca Nacional para quinientas personas y que acudieran treinta y cinco mil. Alfredo era admirado, amado, respetado y venerado por todos los que acudían a verle, e incluso para aquellos que no le habían visto nunca. Y lo era en la misma medida, o tal vez más, para todos los que hicimos teatro con él. Nunca he visto a tantos actores entre cajas, día tras día, para ver ensayar a Alfredo o mirarle mientras hacía la función, conscientes de que estaban al mismo tiempo ante una gran lección y un gran regalo.
Yo fui —los dos fuimos— muy felices juntos preparando y llevando a cabo aventuras maravillosas durante años. Hace muy pocos días me dijiste, Alfredo (y eras un actor tan grande que nunca sabré si fingías o no), que vendrías enseguida a España para hacer un Casanova que teníamos pendiente... pero no va a poder ser.
Con Alfredo Alcón se va una parte muy grande de mi vida. En este momento los recuerdos se me amontonan gozosa y dolorosamente y desfilan el rey Eduardo II de Inglaterra, Los caminos de Federico, el director de El público, Haciendo Lorca, tu Próspero de La tempestad, Edipo... Alfredo en una salita del María Guerrero leyéndonos a Piru Navarro y a mí, conmovidos, la traducción de Eduardo II que Gil de Biedma nos iba mandando poco a poco; a él y a Nuria Espert abrazados para hacer la más bella escena del bosque de Bodas de sangre que nadie pueda ni siquiera imaginar...; y desfila su amistad y su risa y su voz, con tantos registros, que podía expresar una gama de sentimientos inalcanzable para casi todos los intérpretes; y desfila sobre todo Alfredo encarnando los personajes y los versos de Federico, a quién prestaba toda su carne y toda su sangre, y también toda su inteligencia, que era grande ("Yo creo que a un actor le pagan por pensar", le gustaba decir) atravesando la frontera de las lenguas para ir directo al corazón de los espectadores de Madrid, de Barcelona, de Aviñón, de París, de Venecia, de Moscú...
La memoria me devuelve la cara de sorpresa y de absoluta devoción de Giorgio Strehler en el Piccolo de Milán cuando vio ensayar a Alfredo y le pareció que estaba ante la zarza ardiendo sin consumirse de la Biblia; porque fuego era Alfredo siempre, siempre, en cada ensayo y en cada función: el arte del actor desbordaba en él como la lava de un volcán y su espíritu volaba muy alto, tan alto y con tanto poderío y delicadeza como el Alcón de su nombre. Y también siempre, siempre, te llevaba de la mano para que te pudieses elevar con él hasta esa altura. Me acuerdo de todo eso y se me diluyen dentro de lo que creo que es mi alma triste, las fronteras del tiempo y del espacio y puedo imaginar que el Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías que Alfredo dijo tantas y tan extraordinarias veces no se ha escrito hasta ahora, porque Ignacio no fue a la Plaza ese día y a Federico no lo mató nadie, y que cuando dice "aire de Roma andaluza / le doraba la cabeza/donde su risa era un nardo / de sal y de inteligencia" está hablando de Alfredo Alcón y cuando más tarde añade "que gran serrano en la sierra / que blando con las espigas / qué duro con las espuelas / que tierno con el rocío / que deslumbrante en la feria / que tremendo con las últimas banderillas de tinieblas" se lo dice a él, agradecido, por las veces que hizo volar sus palabras hasta nosotros, y porque detrás del gran artista hubo, si cabe, un hombre más grande aún.
Yo pido estas palabras prestadas al poeta porque no encuentro las mías para darle las gracias en mi nombre, en el de todos sus compañeros y en el de tantos ciudadanos a quienes hizo tanto bien cada vez que se subió a un escenario. Ha muerto un príncipe del arte del actor, ha muerto Alfredo Alcón. ¡Viva el Teatro!
Lluís Pasqual es director de teatro.
Babelia
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