Notarios de los brotes negros
El presente afila a diario aristas que el pasado ya ha limado, pero tirando de ese mismo hilo, cabría preguntarse qué idea de la crisis tendría un ciudadano del futuro
¿Qué pasaría en el futuro si alguien escribiera sobre el valor de los pisos en la España de la burbuja inmobiliaria consultando solo los documentos notariales? Pues que, a la luz de cifras tan alejadas de una realidad compensada con dinero negro, nadie entendería del todo la magnitud del descalabro. El medievalista y novelista José Luis Corral suele recurrir a ese razonamiento para lanzar una mirada crítica sobre la fe ciega en los archivos y, de paso, para defender la capacidad de la literatura a la hora de retratar una sociedad en un momento histórico.
El presente afila a diario aristas que el pasado ya ha limado, pero tirando de ese mismo hilo, cabría preguntarse qué idea de la crisis tendría un ciudadano del futuro cuya fuente de información fueran exclusivamente las explicaciones de los responsables máximos de las finanzas mundiales o de las cajas de ahorros españolas. Es posible que ese hipotético lector pensara que la crisis económica pertenece, como los huracanes y los terremotos, al capítulo de los desastres naturales. Nadie la provocó, nadie la vio venir, nada se pudo hacer más que contar las víctimas.
Como el realismo crudo de los informes de los inspectores del Banco de España o de algunos expertos del FMI tiene poca salida en librerías (triunfa la literatura de evasión), un buen puñado de novelistas se ha lanzado en los últimos meses —años ya— a poner por escrito su versión de los hechos. Ese intento de contrarrestar la teoría económica de las catástrofes inevitables es, por ejemplo, lo que llevó a Pablo Gutiérrez a narrar en Democracia la vida cotidiana de un diseñador “de futuribles” en una inmobiliaria despedido aquel mismo día de septiembre de 2008 en que se derrumbó ante nuestros ojos el cuarto banco estadounidense de inversión. “Galdós tuvo Trafalgar, nosotros tuvimos Lehnman Brothers”, ha dicho alguna vez el escritor para explicar el papel que la súbita precariedad ha tenido como detonante de los particulares episodios nacionales de su generación. La épica es distinta; el hundimiento, el mismo.
Con todo, la crisis —para algunos literatos, desaceleración— no es asunto exclusivo de una sola generación. A escritores más o menos jóvenes como Isaac Rosa (La habitación oscura, Compro oro), Elvira Navarro (La trabajadora), Benjamín Prado (Ajuste de cuentas), Javier López Menacho (Yo, precario), Cristina Fallarás (A la puta calle) o los propios Gutiérrez y Volpi se les han sumado autores maduros como Miguel Sánchez-Ostiz (El asco indecible), Antonio Muñoz Molina (Todo lo que era sólido) o Rafael Chirbes (En la orilla).
Que la desoladora y exigente obra de este último, galdosiano y antimaniqueo, haya sido señalada como el mejor espejo de la debacle provocada por el dinero fácil es una señal doble: ni la autocrítica puede ser ajena a la crítica (no hay grandes injusticias sin pequeños cómplices) ni la llamada literatura social debería nunca dejar de ser literatura.
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