El frente del arte
George Clooney entrega una película más insuficiente e inocua que realmente mala sobre la Segunda Guerra Mundial
Conservadora ayudante del museo Jeu de Paume desde 1932, Rose Valland fue ascendida a superintendente de la institución durante la ocupación alemana. En la delicada posición de una colaboracionista, Valland llevó un preciso registro de las obras de arte, tanto pertenecientes al patrimonio nacional como a las colecciones privadas de ciudadanos judíos, que el ejército nazi iba sustrayendo para engrosar los fondos del previsto Museo del Führer. Su labor secreta permitió salvar miles de trabajos artísticos que, en la huida hacia adelante de la derrota del Eje, no hubiesen tenido otro destino que la destrucción. En 1961, Rose Valland recogió sus recuerdos de la experiencia en el libro Le front de l’art, que les sirvió a los guionistas Franklin Coen y Frank Davis como punto de partida para su trabajo en El tren (1964) de John Frankenheimer, película que tergiversaba algo más que la letra pequeña de la historia real en nombre del sentido del espectáculo. El resultado fue notable, erigiéndose en una de las más heterodoxas propuestas de ese cine bélico de los sesenta que empezaba a tomarse la Segunda Guerra Mundial con más espíritu dionisíaco que fervor propagandístico.
THE MONUMENTS MEN
Dirección: George Clooney.
Intérpretes: George Clooney, Matt Damon, Bob Balaban, Bill Murray, Cate Blanchett, Jean Dujardin, John Goodman, Hugh Bonneville.
Género: bélico. Estados Unidos, 2014.
Duración: 118 minutos.
En The monuments men, Claire Simone, el personaje interpretado por Cate Blanchett, es una explícita contrafigura de Rose Valland. En El tren, la actriz Suzanne Flonn asumía ese rol sin necesidad de rebautizar al personaje. El ámbito de la ficción es parecido, pero la película de Clooney desplaza el acento de la acción combinada entre la conservadora y la Resistencia francesa a la labor del Monuments, Fine Arts and Archives Program, que el ejército aliado puso en marcha en 1943 para proteger el legado artístico de Europa de la rapiña –y, también, de la metódica destrucción de todo arte degenerado- por parte del poder nacionalsocialista. Buena parte de los personajes filtran en funcional arquetipo a miembros reales de la operación, como los conservadores de arte George L. Stout, James Rorimer —posteriormente director del Metropolitan— o el escritor Lincoln Kirstein. Los cambios de nombre lanzan un mensaje claro: basada en un libro de Robert M. Edsel, la película no pretende reconstruir la historia con exactitud, sino jugar a la comedia bélica permitiéndose toda licencia, sin tomarse demasiado en serio su tema de fondo —¿vale cualquier obra de arte una vida humana?—, y, lamentablemente, también sin la chispa, ni la ambición necesarias para que su propuesta ligera deje huella.
Lo más afortunado del conjunto es la pareja cómica —de gracia contenida y minimalista— que forman Murray y Balaban, lo más barato son los gags recurrentes sobre el desastroso francés del personaje de Damon y lo peor, ese plano donde confluyen la bandera americana y el ejército ruso. Lo extraño es que el público de la Berlinale se irritara tanto con una película más insuficiente e inocua que realmente mala.
Babelia
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