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El adiós es un saludo

Hijo de una familia de judíos ucranios, la historia de su país le convirtió a Juan Gelman también en un exiliado

AGUSTÍN SCIAMMARELLA

Juan Gelman solía advertir que él era el único argentino de su familia. Explicaba así el desarraigo, la experiencia frágil que sostiene la identidad de cualquier decir. Hijo de una familia de judíos ucranios, la historia de su país lo convirtió también en un exiliado. Por eso entendió la pertenencia como un acto de desarraigo. Claro que la soledad fue para él, en compensación humana y literaria, un acto de amor. Todo estaba dicho con los largos silencios de Juan.

Desde la época del grupo El pan duro, que fundó en los años cincuenta, su poesía brotó con la voluntad radical de un compromiso íntimo. La política estaba ahí. “A la poesía me obliga el dolor ajeno”, escribió. Pero sabía que las circunstancias exteriores solo alcanzan la verdad del poema cuando coinciden con las circunstancias del corazón. Y como su corazón significaba desarraigo, conciencia de pérdida, su palabra no pudo ser consigna, sino acto de amor y búsqueda del vacío.

Desde el principio quiso ponerlo todo del revés. Su primer libro, Violín y otras cuestiones (1956), empezó con un epitafio, una despedida que se convertía en saludo, el adiós como forma de encuentro. Más tarde publicó Gotán (1962), un título que le daba la vuelta a la palabra tango para asumir la cadencia de la ciudad en la que había nacido, pero sin acomodarse a ella, tomando conciencia de su existir a contracorriente. Supo entonces que todo es una puesta en duda del original, la invención que persigue una verdad imposible, y por eso presentó su poesía como un ejercicio de traducción. En Los poemas de Sidney West (1969) creó la voz de un autor tan norteamericano como figurado. Sí, se trataba de darle la vuelta a todo porque la vida le iba dando la vuelta a él.

Mientras apuraba los grados más altos del compromiso político, perdía a su hijo y a su nuera, desaparecidos de la dictadura argentina, y soportaba las contradicciones de la realidad, ni siquiera quiso encontrar acomodo en el dolor. Necesitaba seguir amando. Cuestionó, partió, retorció las palabras para no dejarlas tranquilas. En De atrásalante en su porfía (2009), lo reconoció así: “Confundirse con otros y / que los otros en tu ser / te hagan inmenso como el mar”. Pocos enamorados tan radicales como Juan Gelman, pocos amores tan profundos como el que él ha compartido con Mara, su mujer.

En este mismo libro, que puso una vez más las cosas del revés desde el título, identificó su palabra con una pala. Exhumaba con ella la realidad. Aunque no confiaba en ninguna esencia, quería anotar las combinaciones de sus búsquedas con la tierra. Ahuecarse, llenarse de vacío, era un modo de esperar a los demás, una costosa forma de reinventar la hospitalidad.

Consciente de la muerte, Juan se ha despedido poco a poco de los suyos. A su editor español, Chus Visor, lo llamó para decirle adiós el día antes de su fallecimiento. Si el primer poema fue un epitafio, su despedida debería ser ahora un saludo. Más allá de las palabras, uno quisiera poner también la muerte del revés, y darle una copa y encenderle un cigarro al amigo.

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