Ella fue Dadá
Preguntaba Sergio Chejfec en su novela La experiencia dramática si “actuar la vida” era la única forma de vivirla y si esta era menos verdadera cuando uno la representaba. Creí siempre entender sus inquietudes, hasta que hace unos segundos me he preguntado si la expresión “actuar la vida” insinuaba realmente la idea de hacerse pasar por alguien que uno no es. Y la respuesta ha sido que, en efecto, la insinuaba, pero haría bien ya en aclarar que, nada más iniciar este artículo, he inventado una voz —como un ventrílocuo cualquiera— para fingir que no entendía el significado de “actuar la vida”.
Pido disculpas por esa voz efímera. Me he dejado llevar por mi vieja fascinación por los ventrílocuos, acerca de los cuales Philip Roth dijo que, si no fuera por nuestra línea de visión, no encontraríamos placer alguno en su trabajo, pues su arte consiste en estar presentes y ausentes: “De hecho, el ventrílocuo es más él mismo cuando está simultáneamente siendo otro; ninguno de los dos es él una vez baja el telón”.
Entonces, ¿quién es ese tercer hombre que se queda solo, distinto de los dos del escenario? Esa es la cuestión. ¿No podría ser el reflejo del sueño de una omnipresente y alegre desquiciada que usted y yo estaríamos ahora persiguiendo, como si buscáramos a Dios, por un callejón oscuro del Nueva York de hace muchos años? Esa mujer se llamó Elsa Greve y solo para mejorar de apellido se casó con alguien a quien no amaba, el barón Leopold Karl Friedrich von Freytag-Loringhoven. Su vida y obra las ha analizado Gloria G. Durán en Baronesa Dandy, Reina Dadá (Díaz & Pons editores), un libro que nos permite seguir a Elsa en sus sobreactuaciones por el callejón peligroso de su mundo.
Man Ray y Marcel Duchamp jamás dudaron acerca de la condición puramente dadá de esta extraña artista —inventora de la performance callejera y antecedente glorioso de Sophie Calle—, gran provocadora que se alzó contra las lógicas de su tiempo y, al “representar sin cesar su vida”, encarnó a fondo los vanguardismos de primera hora y presagió —setenta años antes— lo punk.
Pocos la han superado a la hora de enloquecer. De la llamada Baronesa Dadá llegó a decirse que al caminar su sombra mostraba “una intensidad inmóvil de ciprés”. Al final de sus días, cubría sus vestidos con trozos de periódico. “Podría leerte”, le dijo Duchamp.
“Deseo —escribe Luis Antonio de Villena en su prólogo— que el libro de Gloria. G. Durán sobre la magnífica baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven sirva como acicate de sabiduría y transgresión en la belleza y el escándalo en un mundo que hoy precisa de ambas cosas”.
Creía la falsa baronesa —hoy la enjaularían como a su amigo Pound— que todas las mujeres deberían “caminar con música”, quizás por eso se adornaba con cascabeles. Y fue muchas voces y personas y parece que nunca ella. Fue, en todo caso, la más Dadá de todas. Al final, joven todavía, abrió en París la llave del gas con la certeza de no haber sabido nunca quien fue o pudo ser. “Quizás soy”, había dicho, “la que pisa fuerte en el callejón oscuro”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.