La auténtica sabiduría
Buscó la comprensión profunda de los textos anclada en lo humano, huyendo de la avaricia
Que Martín de Riquer fue uno de los más eminentes romanistas del siglo xx no escapa ya a nadie, con aportaciones fundamentales en muy diversos ámbitos. Pero fue, además, un profesor extraordinario, volcado en sus alumnos con alegría, empatía y auténtico espíritu docente (“en clase no hable nunca de política; no hable nunca de religión; entre algo preciso pero abstruso, decídase por una pequeña imprecisión comprensible”, me dijo cuando me concedió el inmenso privilegio de entrar a trabajar como profesor en su Departamento de la Universidad de Barcelona; del mismo modo que no tuvo nunca la más pequeña duda en plantarse ante el antiguo Tribunal de Orden Público cuando fue necesario en defensa de algún alumno o algún colega con problemas, fuera de la ideología que fuera); alguien que creyó en la Universidad y en la Academia como lugar de transmisión del mundo del espíritu, entendido como el auténtico patrimonio humano, espacio de libertad y de perfeccionamiento. Eludió con habilidad las diversas escuelas que, con el pretexto de su pretensión científica, tanta ganga han depositado. Él buscó, por el contrario, la comprensión profunda de los textos anclada en lo humano, huyendo además de aquella avaricia que algunas veces empaña la vida académica para compartir sus descubrimientos, tan a menudo cercanos a lo detectivesco, con sus estudiantes y sus amigos, es decir, sus lectores. Positivista hasta la médula, José Manuel Blecua lo definió con precisión como “mágico”. El manejo de datos fiables es fundamental, y Riquer manejó una enorme cantidad, fruto de un trabajo de investigación tenaz y certero. Pero no olvidó otros aspectos de la vida casi tan sustanciales como ellos. ¿A quién más, si no, iba a importar ver la cueva en la que, según la tradición, se escondía el dragón de la leyenda en los alrededores del pueblo de Sant Celoni? Como estaba escribiendo para mí un libro sobre las leyendas históricas catalanas, me pidió que fuéramos a descubrirla y a fotografiarla. Para este menester, contamos con la colaboración del Ayuntamiento del pueblo, a quien solamente un sabio como Martín de Riquer podía convencer de lo importante de tan singular empresa. Cuando encontramos la cueva, un funcionario del ayuntamiento mostró su sorpresa por el hecho de que su entrada fuera tan pequeña, dadas las enormes dimensiones del dragón. Y se preguntó cómo podía ser que tal bestia pudiera entrar por un paso tan angosto. Y Riquer, sin vacilar, le dio la respuesta: “sí que entran, sí: doblan las alitas, enroscan la cola y pasan de lado”. El funcionario se dio por satisfecho con un “¡ah!” de admiración. Visto lo laborioso de nuestro trabajo de búsqueda, propuso después que los dos nos restauráramos en el Racó de Can Fabes. Vida y cultura fueron siempre para él sinónimos inseparables, y la literatura y la lectura, un alimento tan importante como el tabaco de su pipa, el whisky de media tarde y las calorías y las proteínas, entre las que sobresalían las del helado. Quién sabe si no hizo suya la afirmación de Leopardi de que “lo placentero es más útil que lo útil”. En cualquier caso, quiso que de su trabajo otro pudiera decir (él no lo habría dicho nunca) que había hecho felices a un buen número de promociones de estudiantes y a la enorme cantidad de personas que se han acercado a sus libros. Porque ha escrito para ellos (y Riquer fue un enorme escritor) con la generosidad que solamente la bondad, la auténtica bondad y la auténtica sabiduría, son capaces de ofrecer.
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