_
_
_
_
¿realidad o ficción? / marco incomparable

Un surrealista en La Moncloa

'Todo lo que era sólido', de Muñoz Molina, contiene estampas de primera mano sobre asuntos que ayer fueron actualidad y mañana serán historia

Javier Rodríguez Marcos
Rajoy reúne por primera vez, mayo de 2013, a todos los agentes sociales en La Moncloa. En la parte superior de la imagen cuatro obras de arte contemporáneo.
Rajoy reúne por primera vez, mayo de 2013, a todos los agentes sociales en La Moncloa. En la parte superior de la imagen cuatro obras de arte contemporáneo.ULY MARTÍN

Hemos visto tantas veces a los poderosos por televisión que solo hay algo comparable a verlos de cerca: que alguien te cuente cómo se comportan en el lugar en el que ejercen el poder. Es lo que hace Antonio Muñoz Molina en un pasaje de Todo lo que era sólido (Seix Barral), su último libro, un educativo ensayo sobre la burbuja española. Pese a lo que se ha dicho, no es la obra de un aguafiestas porque la fiesta terminó hace años, pero contiene estampas de primera mano sobre asuntos que ayer fueron actualidad y mañana serán historia. O intrahistoria. Así, Muñoz Molina relata su visita al palacio de la Moncloa en diciembre de 2004. Fue en calidad de director del Instituto Cervantes de Nueva York y allí lo recibió, junto a otros directores, el presidente Rodríguez Zapatero, rodeado de asesores que iban y venían, bronceado en invierno, la camisa blanquísima, los hombros levantados y aquella “gran sonrisa que entonces no perdía nunca”. La viva imagen de un optimista antropológico. Durante el tour por la sala del Consejo de Ministros, cuenta el escritor, Zapatero puso las manos en el respaldo del sillón que ocupa la cabecera de la mesa y dijo: “Este es el sitio más especial del palacio. Cuando te sientas aquí es cuando tocas de verdad el poder”.

Las obras de Miró. Chillida y Tàpies ¿son adornos o arte

 Al menos tres cosas sorprendieron a Muñoz Molina en aquella visita: que el presidente “no disimulara el gusto por mandar”, que algunas columnas —color crema— de los salones de La Moncloa fueran huecas como las de un decorado y que todo estuviera lleno de litografías de Miró, ese artista barcelonés al que llaman Joan incluso aquellos guardianes de las esencias hispánicas que para referirse al País Vasco hablan de las provincias vascongadas. Si se piensa en el gusto del gobierno central por Miró, en el del catalán por Tàpies o en el del vasco por Chillida es fácil llegar a la conclusión de que al poder le alegra la vista el arte abstracto. Razones pueden imaginarse varias: que combina con los sillones (blancos en Moncloa, según nuestro cronista), que significa lo que uno quiera (como algunos programas electorales) o que parece más democrático que el figurativo (más del gusto de las monarquías, incluidas las parlamentarias).

El presidente Roland Hollande y el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, bajo un cuadro de Joan Miró en La Moncloa, en 2011.
El presidente Roland Hollande y el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, bajo un cuadro de Joan Miró en La Moncloa, en 2011.efe

La decoración política de interiores produjo hace quince días un episodio de alto nivel cuando el Ayuntamiento de Madrid dedicó uno de sus plenos a discutir si era un insulto a sus autores considerar adornos unos cuadros de, entre otros, Miró, Chillida y Tàpies. La corporación había decidido deshacerse de ellos por la mitad de lo que le costaron cuando los compró dentro de un lote de 200 para, literalmente, “decorar despachos o zonas de paso” y de ahí el debate. Mientras la oposición defendía el carácter “patrimonial” —esa mezcla de valor y precio— de unas obras adquiridas al peso, Ana Botella insistía en la tesis ornamental. La alcaldesa sabía de lo que hablaba y no por sus estudios de estética sino por una razón de mayor peso: antes de sentarse en el palacio de Cibeles fue inquilina del palacio de la Moncloa como consorte de un presidente que sabía que mandar consiste poner los pies encima de la mesa.

La mesa es importante porque es la tapadera de la grieta que se abre entre el de arriba y el de abajo. Muñoz Molina cuenta que en aquella visita de 2004 tomaron café con leche —tibio y mediocre— en torno a una de cristal, baja pero tan ancha que se veían de lejos los unos a los otros. Solo hace falta ver el tamaño de las mesas de los poderosos para certificar que el poder es distancia. Cualquiera que vaya a la Zarzuela o a la ciudad financiera del banco de Santander comprobará que su poderío se mide por los kilómetros que separan su núcleo duro de la entrada para seres mortales.

La mesa es la grieta que se abre entre el de arriba y el de abajo

Las democracias mantienen la distancia y dejan su modernidad en manos del arte... moderno, justo aquel tachado de degenerado por el gran mandamás, Adolf Hitler. Buen conocedor de los efectos psicológicos de cada centímetro, el führer hacía pasar a las visitas por una sala diseñada por Albert Speer para que, con 140 metros de largo, midiera el doble que la galería de los espejos de Versalles. Realizada la travesía, los elegidos entraban a su despacho: 370 metros cuadrados decorados con mármoles, tapices —figurativos, claro— y el famoso globo terráqueo parodiado por Chaplin. De la puerta a la mesa —¡la mesa!— se tardaba un minuto. Según los que lo hicieron, un recorrido capaz de destrozar los nervios a cualquiera. Los totalitarismos hacen un uso tan atronador de la monumentalidad y de la figuración pictórica que las repúblicas con ganas de grandeur reservan la primera a la 'respetable' arquitectura cultural. La pintura figurativa lo tiene más difícil. Recuperarla para los despachos sería como ponerle letra al himno nacional español. Mejor se queda así, que todos parecemos más inteligentes.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_