Russell Crowe: “Ya no respondo con tanto miedo al entusiasmo de la gente”
El actor presenta en Madrid 'El hombre de acero' Escoge las mejores películas de su carrera: 'Cinderella man' y 'Una mente maravillosa'
A las doce en punto de la mañana, una treintena de turistas fotografía a los muñecos que, como cada día, salen de uno de los balcones que dan a la plaza de las Cortes de Madrid. Muchísimos más, locales incluidos, se sacarían una instantánea con el actor que aguarda escondido en un hotel de la misma plaza. Pero Russell Crowe no va a salir. Le toca día de promoción, esa actividad que tanto adora. “Si de verdad quieres torturar a alguien ponle en un cuarto y pregúntale lo mismo cada tres minutos”, dijo una vez. “Algunos disfrutan eso de ir perfeccionando las respuestas. Yo no. Prefiero una conexión más fluida, que las cosas cambien”, cuenta ahora, enfundado en polo, chaqueta oscura y reloj envidiable.
El intérprete neozelandés (Wellington, 1964) encarna en esta ocasión al padre de Superman en El hombre de acero, su última fatiga, que se estrena hoy en España. El término no es casual, ya que las volteretas y los puñetazos de su personaje le costaron a Crowe un encuentro cercano y prolongado con el gimnasio: “Le dije a Zack [Snyder, el director] que no me enviara a un chaval de 20 años hecho un robot, sino a alguien que experimentara mis lesiones. Me mandó un escalador alpino de unos cincuenta y pico, un tipo capaz de trepar por el Cervino en solitario con una bolsa con las cuerdas y otra con los mosquetones. Tuvimos nuestros momentos, pero ahora somos amigos”.
Antes de meterse en el vía crucis deportivo —cuyos efectos están algo esfumados—, el actor se sumó al taquillazo de Hollywood por su regla de toda la vida. “Solo acepto los guiones que me ponen la piel de gallina, en los que me veo tomando decisiones en nombre de los personajes a medida que leo”, asegura. Jor-el, el progenitor de Superman, le convenció también por su trágica disyuntiva: ¿Enviar a tu hijo a otro planeta y no verle nunca jamás o condenarlo a la muerte en tu tierra natal, al borde de la explosión?
Crowe, padre de dos hijos de nueve y siete años, escoge la primera opción: “Cualquiera lo haría, por difícil que sea. Esa pregunta fue la clave de la película para mí”. Por ello, se metió a ocupar un papel que ya fue de Marlon Brando, en el Superman original (1978). Algo así como el epílogo de una profecía, ya que la primera canción compuesta por el joven Crowe —sí, también es músico— se titulaba I want to be like Marlon Brando.
En realidad, era una broma referida al dueño del local donde trabajaba (“solo tenía cosas de los cincuenta: su ropa, su coche, la música que ponía. Era ridículo”), aunque el neozelandés exalta al fallecido maestro de la interpretación: “Su primer trabajo que vi fue La ley del silencio, y me pareció deslumbrante. Pero con Un tranvía llamado deseo flipé. Jamás había visto esa intensidad. Cuando empecé a ver películas como esas arrancó una parte diferente de mi vida”.
Paso tras paso, ese camino le ha llevado a ser una estrella del cine mundial. Y, mientras, ha llenado su currículo con películas tan conocidas como Gladiator, American gangster, Master and commander o El dilema. Aunque, puesto a escoger, Crowe se queda con dos filmes. “Creo que mis mejores trabajos, los más profundos, son Cinderella man y Una mente maravillosa”. Curiosamente, ninguno de los dos es de Ridley Scott, el director con el que el neozelandés ha hecho cinco películas y ha ganado un Oscar y camiones de dólares. “Los sets en los que me gusta estar son los suyos. Sabe cómo hacer una película. Vuelves a casa tras un día de rodaje con él y tienes claro que has trabajado. Es como estar al lado de un pintor, aguantando la paleta de colores. Si te pide más azul, tú te vuelcas en darle más azul”, defiende Crowe.
Con Ridley Scott, el actor también ha obtenido la fama planetaria. Aunque, Crowe no tiene tan claro que sea un regalo. “Me estoy acostumbrando. Ya no respondo con tanto miedo al entusiasmo de la gente. Antes me molestaba mucho. Ahora también lo veo a través de los ojos de mis hijos. Tengo que darles un buen ejemplo, lo peor que puedo hacer es reaccionar negativamente”, relata el intérprete. O, por citar un caso real, de 2005, arrojarle un teléfono a un empleado de un hotel, herirle y acabar detenido: “Todos podemos ser desagradables. Simplemente, yo lo reconozco”. Lo cierto es que también puede ser muy agradable. Como cuando regala uno de sus melódicos discos al redactor o bromea sobre su estancia en Krypton: “Son un poco irritables, es difícil intimar con ellos. Pero al final me sentí como en casa”.
El tiempo termina. La entrevista se acaba. Y la responsable de prensa prohíbe la última pregunta. “Déjale. Relájate. Está bien”, interviene el actor. ¿De repente le gusta la tortura? Quizás. Aunque también hay un truco: “Es el último, ¿no?”.
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