Clásicos que fueron osados y prohibidos
Mario Vargas Llosa lamenta que obras canónicas “vivan confinadas entre minorías”
Hay aspectos en los que un británico y un español —o un irlandés y un peruano— raramente coincidirán. Ayer Mario Vargas Llosa, recién llegado de Londres y Cambridge, reflexionó con pesar sobre uno de ellos. Había observado que la cartelera del West End incluía una docena de versiones de Shakespeare —once eran producciones privadas— y que los estudiantes de Cambridge eligen obras clásicas para sus representaciones. “En el mundo de lengua española, que tiene una tradición cultural no menos rica que la anglosajona o la francesa o la italiana, los clásicos han perdido el contacto con el gran público y viven confinados entre minorías”, lamentó el Nobel de Literatura. “Un desperdicio”, remachó antes de reivindicar la lectura de los clásicos para entender “de donde venimos” y, lo que es más importante, “para divertirse”.
A pesar del inicial lamento del escritor, lo que siguió en Caixaforum, en Madrid, fue un efímero coloquio dominado por la picaresca y el erotismo, que reinaron en la literatura española del XVI con impactante osadía. Como prueba, los tres nuevos títulos de la colección Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, —La lozana andaluza, de Francisco Delicado; Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, y Lazarillo de Tormes— apadrinados ayer por Vargas Llosa y publicados por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores con el patrocinio de la Obra Social La Caixa. La historia ha sido juguetona con ellos. El Guzmán fue un best-seller de su tiempo, “más que el Quijote, se tradujo a varias lenguas, entre ellas al latín”, explicó el académico y director de la colección, Francisco Rico. Ahora, sin embargo, languidece entre lecturas de expertos. “\[Daniel\] Defoe, que escribe un siglo después, es un aprendiz a su lado”, compara Rico. Su autor, Mateo Alemán, tuvo una vida a la altura de las aventuras narrativas de la época. “La literatura fue un buen negocio para él, con ella pagó deudas y salió de la cárcel”, contó el catedrático de Literatura Luis Gómez Canseco, autor del estudio crítico.
La peripecia editorial del Lazarillo fue distinta. “Tuvo un gran éxito pero fue en seguida prohibido por la Inquisición, aunque medio siglo después se hizo una edición abreviada”, señala Rico. La versión de la RAE prescinde de la división en capítulos que, en opinión de Rico, había sido decidida por el editor y no por el autor.
Con La lozana andaluza ocurrió algo singular, a la altura de su asombrosa paternidad: Francisco Delicado, su autor, era un clérigo cordobés que volcó en la obra su exhaustivo conocimiento de los bajos fondos de la licenciosa Roma del siglo XVI. La obra se publica en Venecia sin pie de imprenta, aunque Delicado se presenta como autor, según Folke Gernert, de la Universidad de Trier, años después. “Yo creo”, especuló Vargas Llosa, “que tenía miedo. Es irrefutable que fue un padre putañero. Arriesgaba mucho y al mismo tiempo debió sentirse orgulloso. Sorprende la libertad con la que describe el mundo de prostitutas y delincuentes sin censura moral”.
Lo cierto es que solo se conserva un ejemplar de La lozana andaluza en la Biblioteca Nacional de Viena. “Debió tener una tirada de entre 500 y 1.500 ejemplares, fue un libro perseguido y prohibido”, señaló Rico, que leyó un fragmento de alto voltaje erótico. “En aquel momento”, expuso Vargas Llosa, “España era el país del erotismo y la licencia sexual. Importábamos el amor y las técnicas atrevidas”. No era la única licencia. Rico recordó una historieta que circulaba sobre el español que acudía a confesarse y, después de haber expuesto todos sus pecados, cuando el cura insistía si le quedaba algo por expiar, asentía: “Me queda un pecadillo”.
—¿Y cuál es el pecadillo?
—Es que no creo en Dios.
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