Expectativas y realidades
No dejes que la realidad te estropee una buena ficción. O mejor, parafraseando uno de los principios del periodismo más rastrero, no dejes que la realidad te estropee un buen proyecto y, sobre todo, un buen título. Es lo que probablemente le ha ocurrido al veterano Fernando Colomo con La banda Picasso: el hecho cierto de que Pablo Picasso, en compañía del poeta, crítico, novelista y ensayista Guillaume Apollinaire, fuera detenido e interrogado por la policía francesa en relación a uno de los robos más famosos de la historia del arte, el de la Gioconda del Louvre, en el año 1911, abría las puertas a un proyecto como este, a un título como este. Y sin embargo, la realidad acaba imponiéndose. Y aunque nos guardaremos de desvelar demasiados secretos de su relato, avisamos: esto no es una película sobre un robo; ni siquiera una película sobre una banda, algo que solo aparece ya pasada la hora de película. Es otra cosa. Y bastante menos interesante.
LA BANDA PICASSO
Dirección: Fernando Colomo.
Intérpretes: Ignacio Mateos, Pierre Bénézit, Jordi Vilches, Stanley Weber, Raphaëlle Agogué.
Género: comedia. España, 2012.
Duración: 100 minutos.
Quizá la frase inicial, sobreimpresionada en la pantalla, y en tono irónico, pueda dar una pista sobre las razones que han llevado a Colomo a desorientarse, a no poder contar del todo una cosa, acabar contando otra, y no centrarse en ninguna de ellas: "Los herederos de Picasso nos han obligado a decir que esto es una ficción inspirada en hechos reales", viene a decir dicho texto. Colomo, también guionista, quizá se haya visto forzado a ciertas restricciones, pero el problema mayor de La banda Picasso es que no tiene un andamiaje sólido. Ni en el tono, cambiante, equívoco; ni en la estructura dramática, cortante, casi a salto de mata (la relación amorosa entre Picasso y Fernande Olivier es un ejemplo); ni en los subtextos. Porque, ¿de qué va realmente la película, cuál es el tema? No nos referimos a lo que pasa, que eso es obvio, sino a su verdadera intención.
Así, sin posibilidad de negar su buena factura, la ambientación, la fotografía o la banda sonora de Juan Bardem, y aún menos el interés artístico e histórico de las relaciones entre gente como Picasso, Apollinaire, Gertrude Stein, Max Jacob, George Braque y hasta Henry Matisse, todo se reduce a una serie de conversaciones, citas y acontecimientos alrededor del arte que nunca se aglutinan en un eje dramático consistente.
Desde luego que hay cierto valor en la tarea de documentación, y que puede haber evidente interés en el espectador mitómano del arte y la cultura, en el especialista, por ver en la pantalla y oír hablar, discutir y amar a sus héroes, pero todo eso hay que ordenarlo, otorgarle enjundia dramática (o cómica, o tragicómica), para que la película resulte emocionante y no simplemente se deje ver (y olvidar) como una retahíla de relaciones entre grandes nombres que, quizá salvo en el caso de Apollinaire, nunca se hacen de carne y hueso más allá de la superficie.
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