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PURO TEATRO

Sótanos y dédalos

Javier Gutiérrez y Luis Bermejo han brindado dos faenas de vuelta al ruedo en ‘El traje’, de Juan Cavestany (Galileo). Y Lola Casamayor e Israel Elejalde brillan en la desigual ‘Doña Perfecta’ dirigida por Ernesto Caballero.

Marcos Ordóñez
Montaje de 'Doña Perfecta', de Benito Pérez Galdós con dirección de  Ernesto Caballero.
Montaje de 'Doña Perfecta', de Benito Pérez Galdós con dirección de Ernesto Caballero.

1

¿Y todo empezó por un traje de rebajas? Sí, señor juez. ¿Absurdo? No, realismo puro. La que es absurda es la vida. En El traje todo es verosímil, y esa es la gran baza del espectáculo. No hay caricaturas. Dos niños perdidos, con un juguete roto. Atrapados en un enredo creciente, descomunal, que les supera por completo: la vida, sí. No hay salida, pero no dejamos de buscarla. También: un combate de ciegos enterrados en la arena. Una arena muy nuestra, la arena negra de Tomeo y Cunillé. Imposible, claro, no pensar en Pinter y Beckett, pero también en el primer Polanski. Y, de pantalla en pantalla, en El extraño viaje y Duerme, duerme mi amor, y en el cine del propio Cavestany, las ordalías psicóticas de Dispongo de barcos y El señor. Extrañeza permanente, humor inquietante, siempre al filo de la catástrofe. El traje transcurre en el sótano de unos grandes almacenes durante el primer día de rebajas. Fluorescentes eternos y fluctuantes. A ráfagas, la engañosa brisa del hilo musical intenta cubrir el rugido de la caldera que late en lo hondo. En el sótano está el despacho del jefe de seguridad (Luis Bermejo), con su devoción por la Iglesia de los últimos días y su horror por las palabrotas. El jefe de seguridad va a interrogar a un cliente (Javier Gutiérrez), un pequeño empresario atribulado, colgado del móvil y, al parecer, pillado en un mal paso. Preguntas capitales: ¿Qué ha hecho, exactamente, el detenido? ¿Qué busca el jefe de seguridad? ¿Qué hay en la habitación de al lado?

He pillado in extremis (sí, demasiados estrenos) El traje en el Galileo. La mala noticia es que de momento no habrá gira. La buena, que eso es por compromisos de trabajo de los protagonistas. Deseo, pido, ruego desde aquí que la giren la próxima temporada o tan pronto se liberen, porque el texto y la puesta de Cavestany son como un cuchillo líquido, y las interpretaciones de Javier Gutiérrez y Luis Bermejo son enormes, de vuelta al ruedo. Te mantienen en tensión sin aflojar un instante, ni siquiera cuando te ríes (bueno, ahí menos que nunca); te hacen estar pendiente de cada gesto, cada mirada, porque basta un gesto o una mirada para que todo estalle de modo irremisible. En una hora nos hacen conocer a dos personajes completos. Casi podríamos imaginar lo que desayunan cada día. O, mejor, lo que cenan, solos, de madrugada, bajo una luz parecida a la del sótano. Esto es Woyzeck. Esto es “mi” Woyceck: me toca mucho más, lo entiendo mucho mejor. Los ojos de pájaro desvelado del interrogador, los ojos desmesurados por la angustia del interrogado, buscando esa puerta que no va a abrirse, o se abrirá a otro laberinto. O, con suerte, con mucha suerte, a un descampado con un tiovivo. Todo está aquí medido al milímetro: vaya también un aplauso para la escenografía de Mónica Boromello, la iluminación de Eduardo Vizuete, el sonido de Nick Powell.

2

No me han convencido mucho ni el texto ni la puesta de Doña Perfecta, de Galdós, que ha adaptado y dirigido Ernesto Caballero en el María Guerrero. La primera parte, centrada en los enfrentamientos verbales entre Pepe Rey, el joven liberal (facción krausista), y los muy reaccionarios habitantes de Orbajosa, es fatigosamente didáctica y reiterativa; la segunda tiene un excesivo aire de melodrama mexicano (no en vano la protagonizó, en los cincuenta, María Félix), lo que podría hacerla simpática, pero acaba recordando una dilatada zarzuela rural con veleidades de tragedia. No casan demasiado bien, a mi juicio, ni el vestuario moderno de esa primera parte ni la música de Peter Gabriel con el decimonónico debate entre “ciencia y filosofía alemana” y clericalismo carlista, ni con frases como: “Váyanse con mil demonios, que aquí estamos muy bien sin que los señores de la Corte nos visiten”. También lamento decir que me sedujo poco la escenografía de José Luis Raymond, ese frontón de azulejos agrietados sobre el que, de cuando en cuando, se proyectan imágenes un tanto pasmosas: no he olvidado el lento diluvio de ajos ni el loro gigante. Intuyo que con esos juegos espacio-temporales Ernesto Caballero quiere sugerirnos que no estamos tan lejos del mundo asfixiante, caciquil, de religiosidad hipócrita e intolerante, que retrató Galdós, pero es muy posible que hubiéramos llegado a esa conclusión por nuestros propios medios.

Sin embargo, vale la pena ir a ver Doña Perfecta (un notable éxito de público) por los formidables trabajos de Israel Elejalde y Lola Casamayor, que empujan en todo momento la función hacia adelante y casi podría decirse que la sostienen sobre sus espaldas. El primero compone un Pepe Rey idealista, vehemente, irónico, más metepatas que Larry David, pero inflamado de justa ira cuando se le hinchan las narices, y lo sirve con naturalidad, frescura y constante energía. No acaba de quedar clara su pasión por Rosario, la hija de doña Perfecta, tal vez porque Karina Garantivá la interpreta en una clave excesivamente declamatoria y en ocasiones próxima al trance. A veces se acerca a una Adela lorquiana, y así cabría entender el guiño de su vestido verde. Lola Casamayor es una imponente Bernarda Alba mesetaria, paradigma de la mendacidad, tan sibilina como berroqueña: ambos echan chispas en la estupenda escena del careo, para mi gusto la mejor de la función, y muy bien dirigida por Caballero. También hay que destacar el trabajo de Alberto Jiménez en el rol de don Inocencio, ese cura falsamente benévolo, de sonrisa aterradora, que tanto Galdós como el actor dibujan a la perfección. José Luis Alcobendas defiende con vigor a un don Cayetano que sale de su retorta con un aroma a criatura de Dickens, pero el personaje tiene muy escaso relieve. A ese aire mexicano de la segunda parte le van muy bien las emanaciones sulfúricas de Belén Ponce de León, que interpreta a Remedios un poco a la manera de Lola Gaos. Una idea quizás un poco artificiosa aunque interesante es la de convertir a las tres Troyas, jóvenes y jubilosas prostitutas (Miranda Gas, Vanessa Vega, Diana Bernedo), en ocasionales narradoras de la historia. Y está, decididamente, mucho mejor el seco final elegido por Caballero, con el que Galdós cerró la novela, y no el que utilizó, más grandilocuente, en su propia versión teatral de 1896.

Doña Perfecta. De Benito Pérez Galdós. Director: Ernesto Caballero. Intérpretes: Lola Casamayor, Israel Elejalde, Alberto Jiménez. Centro Dramático Nacional. Madrid. Hasta el 30 de diciembre.

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