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Leandro, el fantasma de La Moncloa
Columna
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Los ectoplasmas y yo

José María Izquierdo
FERNANDO VICENTE

Tú me aseguras que no tendré que hablar con la Merkel, José Manuel? Chico, es que me agarra de la manga y venga a decirme cosas en inglés, que cuando dice Cameron y Monti bien está, pero el resto ya me dirás…

—No te preocupes, Mariano, que yo no me muevo de tu lado y ya sabes que mi inglés es, sin ánimo de presumir, francamente extraordinario, contestaba García Margallo.

—También yo estaré allí, presidente, que es cierto que tu english es fluently, Margallo, pero reconocerás que el mío tiene ese punto que te da moverte en los Hedge Fund, que forzosamente te relacionas con una private equity firms… Vamos, en Lehman, uy, perdón…

—¡¡¡Luis, cuántas veces te he dicho que ni mencionar la bicha!!!

Total, que el jefe se iba para Bruselas, hacía un día de primavera que era un lujo, a mí no me apetecía viajar y monté la kermés en un suspiro. Por cierto, eso sí que se me da bien. Lo de suspirar, digo. Los fantasmas tenemos una facilidad innata para el suspiro, es verdad, pero a mí se me da especialmente bien. Como a los Pujol lo de quejarse, pero en esa comparación yo sería el molt honorable. Así que reuní a todos los ectoplasmas, robamos unas cosillas en la cocina para picar, que no crean que fue fácil, que ahora tienen contadas hasta las aceitunas con anchoa. Por lo de los recortes, que primero se hace un café y si alguien repite le dan el recuelo. Nos tuvimos que llevar las olivas de gordal, que esas aún están por la libre. Y nos echamos al jardín. Que a mí, y al de Felipe, por lo de los bonsais, nos gusta mucho ese lujo de cedros, chopos y acacias, por citar unos poquitos.

Porque somos invisibles, que si no ya les contaría yo el espectáculo que ofrecíamos. A ver. Alguna precisión de arranque, que todavía no les he explicado cómo convivimos los ectoplasmas y un servidor. No nos liemos, que aquí el baranda soy yo. Un fantasma es el súmmum de las especies incorpóreas, les saca varios cuerpos —es una broma que nos gastamos entre nosotros— a los demás entes, tal que los ectoplasmas. A partir de este hecho sin posible discusión, todo se desarrolla de forma fluida. Y es que los ectoplasmas son poca cosa, que andan por aquí y por allá pero casi nunca se puede tener una conversación seguida con ellos, que es como si hablaras por Skype. Son difusos, borrosos e imprecisos, si bien llevan como adheridos a la piel que no tienen las más conspicuas características de aquellos cuyos cuerpos abandonaron el día que salieron de La Moncloa. En general. En particular son aún más complicados. Yo solo tengo cuatro y ya me dan bastante guerra, que no quiero ni pensar lo que debe sufrir el fantasma de Downing Street, el de la Casa Blanca o, si me apuran, el del Eliseo.

Por ejemplo, Fito, que está en un estado intermedio entre ánima y ectoplasma. Yo le llamo Fito —de Adolfito— para que vea que le aprecio. El pobre se va diluyendo, sabedor de que su destino en primera instancia es extinguirse cuando definitivamente lo haga su personaje, aunque es consciente de que renacerá cuando se produzca el momento irreversible, que los ectoplasmas rehacen su vida cuando la de su par, finalmente, se apaga. Bragado y resuelto en sus comienzos, cuando yo le conocí, ahora apenas si es algo más que un suave viento, una presencia más presentida que advertida. Saben los ectoplasmas, como Roy Batty en Blade Runner, que “Todos aquellos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”. Pero fueron importantes, muy importantes, y más para mí, y tengo a Fito en palmitas, que siempre le dejo en alguna piedra a su alcance una tortilla a la francesa y un café solo. Nada prueba, pobre, pero lo agradece.

Tampoco es sencillo sacar al jardín a Ecto, que se quedó así como a la mitad, cortado a la altura del vientre. Lo llevamos en un carrito que se usaba para dar de desayunar a los hijos de Leopoldo. ¡Cómo eran tantos! Menos mal que como tiene un depurado sentido del humor, gusta de ponerse unos collares de hojalata y unas ensaimadas en las orejas para hacernos una broma que nos gusta mucho: “¿Verdad que me quedo igualito que la Dama de Elche?”. Toca raro el piano, el pobre, que sin pedales no es lo mismo. Ecto lo dice mucho: es que Liszt sin pedales…

Los demás ya me los trajino mejor. Con sus cosas. El de Felipe —Por Consiguiente, le llamamos— solo tiene dos problemas. El primero es que no se calla jamás, nunca, bajo ninguna circunstancia. Que digo yo y dale y vuelta. El otro es de más fácil solución, que siempre va mirando para atrás por si viene Alfonso. Ese cedro, hay que avisarle para que no tropiece. Pero está bien Por Consiguiente, que es un poquito más animado que los que le siguen, que vaya tela.

Al de Aznar le frené en seco, que fue tener mayoría absoluta en la segunda legislatura y venirme con aires de superioridad:

—Oye, Leandro…, me dijo sin mover la boca.

—Para ti don Leandro, Aznar López. Que solo eres un ectoplasma.

A él le llamaba Aznar López pero cuando no estaba me refería a él por Azorín. Por las Azores, claro. Tiene una tendencia natural a darte bufidos y mandarte a hacer algo. Cualquier cosa, da igual. También intenta subírseme a la chepa, y como siempre lleva el peso de Ana Botella —“eso ni se te ocurra”, le decía Ana muchas veces— resultaba un poco molesto. Un poco, digo, porque como no tengo chepa, ni espalda, ni nada, cada vez que lo intentan se dan una costalada de mucho reír. ¡Y con el sentido del humor que se gasta el gachó! Lo peor cuando venía Ana es que siempre quería que nos quedáramos en en la Fuente del Amor, con sus bojs y sus granados, que es el sitio más cursi de toda la Moncloa. “Aquí estuvieron Antonio Machado y Guiomar”, decían. Por Consiguiente le metía más marcha: “¿Y se querían mucho? A ver, cuenta, cuenta, Josemari, que eso me interesa una barbaridad”. Un cachondo, ya les digo.

Al ectoplasma de Zapatero tardé mucho en encontrarle nombre. Es que no sabía cómo llamarle. Y cuidado que llevo tiempo con él. Le miro, me mira. Le saludo y me saluda. No nos llevamos mal, que conste. Es un buen tipo. Lo que ocurre es que debe de tener mucha vida interior. A los ectoplasmas —ya les he dicho que son como incorpóreos y más bien imprecisos en sus contornos— la vida interior como que se les escapa y eso siempre les trae un poco retraídos. De nombres, probé con Talante, que era el obvio, pero no me sonó bien, que parecía así como de risa. Luego, lo intenté con Zen y Feng Sui. Tampoco. Al final no tuve más remedio que llamarle Om. Me resistía. Por cursi. Pero es que le veo cómo mira al infinito cuando el ectoplasma de Azorín le insulta, le araña y hasta le tira del pelo, que es que no lo puede ni ver. Y mientras, esos ojos tan claros fijos en las nubes. ¿Cómo no llamarlo Om?

Sorteamos a quien le toca hablar, que uno es un demócrata y les deja que se suelten. Criaturas. Si ya no pueden hacer casi nada. Lo peor de esto es cuando le llega el turno a Azorín y quiere contarnos, otra vez, la boda de Anita.

—¡¡¡Basta!!!! Le gritamos a coro.

O lo de las Azores.

—¡¡¡Eso tampoco!!!

O lo del rancho de Bush.

—¡¡¡Ni se te ocurra!!!

Hoy el palito más corto lo ha sacado Por Consiguiente. Sin problemas: hemos traído almohadas y hasta sacos de dormir. Que no se preocupe Rajoy en volver. Puede dar hasta la vuelta al mundo que aquí seguiremos:

—…Y le dije a Kohl, mira tío, mon uncle, ya sabes, que siempre hablábamos en francés…

Mañana, siguiente capítulo: El irreprimible llanto de Fátima.

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