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PENSAMIENTO
Columna
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Belleza sorprendida

Lugares que fueron esplendorosos pervierten su hermosura heredada haciendo del turismo su principal fuente de ingresos

Vista aérea de Benidorm.
Vista aérea de Benidorm.CHRIS SATTLBERGER / CORBIS

En carta de 16 de junio de 1771 Werther —el héroe de la novela de Goethe— informa a su corresponsal de cómo conoció a Lotte, “una de las criaturas más adorables del mundo”. Tomó un carruaje para llevar a dos damas a un baile en el campo y de camino fueron a recoger a una amiga de ambas. Llegaron a su casa a la hora del crepúsculo. Werther se apeó gentilmente, atravesó el patio y, al subir la escalinata y abrir la puerta, “presenciaron mis ojos el espectáculo más encantador que jamás vieran. Seis niños de dos a once años correteaban en la antesala alrededor de una muchacha de hermosa figura y estatura mediana, que llevaba un sencillo vestido blanco con lazos rosa en los brazos y en el pecho. Tenía una hogaza de pan en la mano e iba cortando para cada pequeño una rebanada según su edad y apetito”. Desde el momento en que contempló a Lotte ocupada en esta modesta tarea doméstica, el joven cayó fatalmente enamorado.

 Nada más sexy que la belleza inconsciente de sí misma y sorprendida en su atractivo mientras ejecuta algún quehacer práctico. En eso reside la erótica de los uniformes: la belleza natural se hace aún más irresistible cuando se enfunda en un atuendo profesional que la despersonaliza. Werther fue quemado por la flecha del amor porque Lotte estaba dando de merendar a sus hermanos y fue justamente esa actitud ancilar, de olvido de sí misma, lo que atrajo su atención fervorosa. También la belleza corporal tiene algo de instrumental. El cuerpo más seductor se compone de partes que cumplen siempre una función orgánica: el cabello, los ojos, la boca, el busto, el sexo, las piernas —por mencionar sólo la perspectiva frontal—, todos al servicio de una necesidad biológica y funcionando ciegamente como si ignorasen la turbación refleja que suscitan. Y al contrario: obsérvese que —a diferencia del pavo real— no hay en el cuerpo humano ningún órgano destinado exclusivamente a soliviantar el deseo; si gusta, si encandila, si inflama al espectador, lo hace distraídamente, como extrañado de su poder, mientras se aplica a sus urgencias vitales primarias. He aquí el riesgo de cierta cirugía estética invasiva cuando, en vez de realzar discretamente lo natural de nuestra constitución, lo sustituye por órganos sintéticos nuevos, costosos, sin función vital expresa, llamativamente orientados a gustar, y entonces el eros, inhibido ante tanta intención, se coarta en su fin. Cuando Platón definió el amor como un “penetrar en belleza” debió haber añadido que se trata siempre de una belleza distraída, sorprendida en su ministerio. Se parece a esos remeros que cita Kierkegaard, que sólo avanzan en su singladura cuando dan la espalda a su objetivo. Es verdad: sólo una hermosura que da la espalda a su poder resulta verdaderamente deseable.

Recuerdo haber leído a un arqueólogo curtido en mil exploraciones que los yacimientos griegos se distinguen siempre, en comparación con los de otros lugares, por la belleza que acompaña a la pieza hallada en la arena o el fondo del mar, por humilde que sea: ese pueblo admirable no podía concebir una herramienta sin prestar a lo útil el encantamiento de una forma deliciosa. Para mí, la quintaesencia de lo bello se compendia en la cerámica griega arcaica y clásica, ánforas y vasos de vientres tallados con idílicas figuras negras y rojas y usados para la modesta tarea de escanciar el vino mezclado con agua en los simposios. Si no hay utilidad sin belleza, tampoco encontramos allí belleza sin utilidad, ningún ornato rococó y superfluo: la poesía, la música, la arquitectura, el teatro, la retórica o la filosofía son actividades comunitarias y deben contribuir al éxito de una sociabilidad amable y buena. Aquí no rige el aut-aut romántico que te obliga a elegir entre lo bello y lo útil. Por el contrario, el ideal griego del kalos kai agathos aúna lo bello con lo bueno, lo justo, lo útil y lo santo. “Un más amargo fin (que el del héroe Belerofonte) / aguarda a lo que es agradable a despecho de lo justo” (Ístmica, 7. 47), advierte Píndaro, sublime poeta.

La quintaesencia de lo bello se compendia en la cerámica griega arcaica y clásica, ánforas y vasos de vientres tallados con figuras negras y rojas

Un utilitarismo feo y ramplón es un gran fastidio. Pero casi peor me parece esa belleza supernumeraria que se hace demasiado consciente de sí misma y, sustituyendo la utilidad social por el interés de cortas miras, trata de rentabilizar para su propio beneficio el deseo o el agrado que suscita en los demás. En § 45 de su Crítica del juicio relata Kant la conocida anécdota del alegre hostelero. Para contentar a los huéspedes que se alojan en su casa, esconde en el bosque a un “compadre burlón” que, sirviéndose de una caña, sabe imitar el hermoso canto del ruiseñor. Los mismos que gozaban de esos trinos con embeleso se sienten frustrados cuando el engaño se descubre. ¿Por qué, si la música es la misma? Porque al principio el huésped cree ser testigo privilegiado del júbilo de una naturaleza sorprendida en su felicidad mañanera, mientras que el placer huye de él tan pronto conoce que esa felicidad aparente es sólo un simulacro y la supuesta sorpresa no otra cosa que un bien calculado interés.

Todo este rodeo para explicar y explicarme por qué no acabo de encontrarle el chiste a viajar a los lugares que fueron esplendorosos en el pasado y que ahora pervierten su genuina belleza heredada haciendo del turismo su principal fuente de ingresos. Palacios, templos, edificios civiles, mercados, plazas o puertos levantados por muertos con talento que ya no sirven a las necesidades cotidianas y reales de la población viviente; salones, cuadros, tapices, esculturas, vajillas, lámparas, joyas o mobiliario catalogados en museos y sin poseedores que les den uso. Una ciudad demasiado consciente de sus atractivos y sin posibilidad de ser sorprendida; una liga de compadres burlones camuflados por todos sus rincones; una maravillosa Lotte que da la merienda metamorfoseada en muñeca de plástico sintético.

Javier Gomá Lanzón acaba de publicar Todo a mil. 33 microensayos de filosofía mundana. Galaxia Gutenberg, Barcelona 2012. 176 páginas. 16,50 euros.

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