El locro filantrópico
El patriotismo culinario no es perverso y hasta me inspira simpatía, pero quienes sí me parecen malignos y peligrosos son los modernos adalides de la cocina de vanguardia
Sospecho que todos estaremos de acuerdo en que los conceptos de extraño y extranjero suponen unas mínimas nociones acerca de lo normal y lo autóctono, pues sólo desde el idílico orden propio -aborigen o nacional- es posible experimentar pánico, estupor, perplejidad o fascinación hacia lo extranjero. A los niños de la década de los sesenta, por ejemplo, nos enseñaron que lo extranjero siempre era mejor que lo peruano, ya se tratara de ropa, chocolates o películas. Y así, cuando la dictadura del general Velasco suprimió todas las importaciones y especialmente las de juguetes, los niños de mi generación intuimos que había países a pilas y países a cuerda.
En realidad, el temor y la desconfianza hacia lo propio y lo nacional sobrevivieron a pesar de mi formación universitaria, pues cuando mi esposa estaba preparada para recibir una inyección epidural en la médula espinal y así dar a luz sin dolor a nuestra hija mayor en un hospital de Lima, el ginecólogo sacó dos frascos y me preguntó a bocajarro: “Esta anestesia es peruana y esta otra la importamos de Estados Unidos. ¿Cuál le ponemos a su señora?”. En mi descargo debo decir que aunque todos los patriotismos y doctrinas identitarias se me antojan una suerte de opiáceo narcótico, algo me decía que sería más sencillo despertarse de una anestesia extranjera que del patriotismo farmacológico.
EL PAÍS me pide una reflexión acerca del barullo montado a colación (y colisión) de un texto publicado en el blog Vano oficio, donde el escritor Iván Thays opinaba legítimamente sobre cocina, literatura, nutrición e identidad nacional; macedonia de temas que indignó a miles de blogueros peruanos y dejó perplejos a cientos de internautas croatas (“¿por qué Macedonia?”). La verdad es que siempre había pensado que mezclar la gastronomía con la identidad nacional era como preparar un arroz con mango, hasta que descubrí que ese plato se llama Kao Neaw y es bandera de la repostería thai. Por lo tanto, no he vuelto a usar esa expresión para que los tailandeses no piensen que me río de su gastronómica identidad nacional, porque insondables son las recetas del Señor.
Sin embargo, estoy de acuerdo con Iván en que el concepto de identidad nacional adherido al cine, la literatura, el fútbol o la gastronomía, no añade nada singular o de intrínseco valor. Ahí están las pobres concursantes de Miss Universo desfilando elegantísimas en sus identitarios trajes típicos nacionales, para que al final siempre gane la que mejor desfiló en traje de baño. No hay derecho.
Como de la literatura jamás podría vivir, desde hace más de 15 años vivo de la enseñanza del flamenco en Andalucía, como haría cualquier peruano de apellido japonés instalado en Sevilla. Pues bien, gracias a mi trabajo he advertido que a miles de paisanos míos también les indigna que los músicos andaluces hayan incorporado el cajón peruano a la percusión flamenca. ¿Debería rasgarme las vestiduras por el uso espurio de un instrumento peruano en España? Si en nombre de la identidad nacional los peruanos le arrebatamos el cajón a los flamencos, los españoles nos quitarían la guitarra y entonces los peruanos tendríamos que expropiarles la papa y desde España –con toda la razón del mundo- nos dejarían sin el idioma, y todos acabaríamos más ignorantes, más aburridos y peor alimentados.
Una cosa es alimentarse y otra muy distinta aplacar el hambre. Una cosa es el arte de comer y otra bien diferente la ciencia de nutrirse. Existe la cocina peruana, pero ello no implica que exista una gastronomía peruana, porque la gastronomía supone una tradición literaria, una sensibilidad cultural y la historia de esa sensibilidad. De hecho, la relación que hay entre cocina y gastronomía es la misma que encontramos entre erotismo y sexualidad. La sexualidad puede existir sin el erotismo, pero el erotismo precisa de la sexualidad. De ahí que el boom de la cocina peruana no suponga el boom de la gastronomía peruana, porque ninguna figura relevante de la literatura o la historia peruana ha escrito un libro semejante a las Memorias de cocina y bodega (1953) del mexicano Alfonso Reyes, maestro de Borges y Octavio Paz. En el Perú recién están apareciendo precursores estudios gastronómicos y los primeros tratados de nutrición, aunque tampoco hay que confundir la gastronomía con la nutrición, pues entre la gastronomía y la nutrición existe la misma relación que encontramos entre el erotismo y la educación sexual. Y especialistas hay en educación sexual que no se han comido ni una rosca y por lo tanto nunca serán gastrónomos, porque para ser gastrónomo hay que ser promiscuo.
En mi casa la promiscuidad culinaria era lo normal, pues cada una de las cuatro ramas de mi familia venía de un país distinto: Perú, Ecuador, Italia y Japón. Y como lo propio es lo que cada uno come en su casa, para los Iwasaki Cauti lo cotidiano era pasar del «Lomo Saltado» al Katsu-dom, del Ossobuco a los «Llapingachos», del Suki-Yaki al Minestrone y de los «Muchines» al «Ají de Gallina». Más bien, lo que a mí me extrañaba era que mis amiguitos del colegio no conocieran todos esos platos, porque yo ignoraba que no eran platos peruanos. ¿Y cuáles son los verdaderos platos peruanos?
En realidad, los peruanos compartimos el mismo imaginario culinario con todos los países andinos, pues el peruano Lomo a lo Pobre se llama Churrasco en Ecuador, Bandeja Paisa en Colombia, Majadito en Bolivia y Pabellón en Venezuela. Lo que cambia es el sabor, la sazón, el punto, la sensibilidad y todos esos misterios que descifran los gastrónomos. ¿Cómo podríamos presumir de la peruanidad del Tacu-Tacu si es la misma vaina que el Gallopinto de Costa Rica y los Moros y Cristiano» de Cuba? En América Latina abundan guisos que tienen nombres distintos aunque sean iguales, pero reconozco que lo más divertido es toparse con platos que tienen el mismo nombre, aunque en cada país sean absolutamente diferentes: el caso paradigmático es el locro.
En efecto, de Uruguay a Venezuela, pasando por Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia, el locro puede ser una caldereta de vaca, una sopa de papas y queso fresco, una humita o tamal, un puré de choclo y calabaza, una cazuela de papas con charqui o un guiso de pollo. El locro es tan filantrópico, que consiente generoso diversas variantes nacionales e incluso regionales, porque sólo entre Perú y Argentina reconocemos más de siete versiones de este plato que tiene como base el maíz, la papa y el zapallo. El locro es de todos y de nadie.
No existen cocinas puras, impolutas y aisladas, pues hasta la milenaria cocina japonesa se benefició del arte de freír pescado de los misioneros españoles y portugueses, de quienes aprendieron a preparar tempura, un plato nada sospechoso de mestizaje. ¿Y qué ocurriría con la cocina europea si de pronto desaparecieran las papas, los tomates y los pimientos? ¿Qué harían suizos, belgas y franceses sin nuestro chocolate? ¿Y por qué tiene que ser nuestro si la Sacher torte vienesa debería ser patrimonio de la humanidad? Nuestro-nuestro -lo que se dice nuestro- no hay casi nada, porque hasta los secos de res, cordero, gallina o cabrito que guisamos en Ecuador, Perú y Bolivia, vienen del quorma afgano y el tallin magrebí.
Si a Iván Thays no le disloca la cocina peruana está en su derecho y él se la pierde, pero reprocharle que no crea que la cocina peruana sea lo non plus ultra de la gastronomía mundial sí es una arbitrariedad. De todos los ceviches que se cuecen en limón por América Latina el que me encanta es el peruano de toda la vida, pero desde que en Lima me infligen sofisticados ceviches de vanguardia elaborados con zumos de mandarina o jugos de maracuyá, sin duda prefiero los ceviches chilenos y mexicanos. Por eso cuando voy a Lima y no consumo el promiscuo menú ítalo-peruano-nipón-ecuatoriano de la casa de mis viejos, me voy corriendo a comer a El Suizo de La Herradura (tiene mandanga que mi restaurante peruano favorito se llame El Suizo), donde los ceviches todavía son como tienen que ser y los suspiros limeños aún no han sido deconstruidos.
En realidad, el patriotismo culinario no es perverso y hasta me inspira simpatía, pero quienes sí me parecen malignos y peligrosos son los modernos adalides de la cocina de vanguardia, porque han impuesto que el gigantesco tamaño de los platos sea inversamente proporcional a la insignificante cantidad de comida que nos sirven, de modo que comiendo menos encima paguemos más. Como Dios es peruano espero que los condene a comer sin arroz, que por cierto es de origen chino.
Fernando Iwasaki (Lima, 1961), escritor e historiador peruano. Sus últimos libros son Arte de introducir (Ranacimiento), Sevilla, sin mapa y España, aparta de mí estos premios (Páginas de Espuma).
Babelia
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